A los cinco o
seis años, me perdí en La Paloma. Fui a comprar bizcochos a la panadería, a
menos de dos o tres cuadras de la casa que alquilábamos ese verano, y no
encontré el camino de regreso. Caminé y caminé, incapaz de orientarme, por
calles de tierra y bosques de pinos que me resultaban familiares. El sol
empezaba a entibiar ese aire fresco y salado que envuelve a los balnearios
cuando se despiertan, y mi casa no aparecía. Tampoco sabía cómo volver a la
panadería. Tuve fantasías vagas, fragmentarias, en las que me veía como una
huérfana desvalida, y se me hizo un nudo en la garganta. De repente, reconocí
el auto estacionado frente a la carnicería. Mi madre estaba comprando las
provisiones para el almuerzo.