martes, 3 de mayo de 2011

Dígales que no me busquen

Este texto es del año pasado. Lo escribí bajo la consigna de basarnos en un hecho de la crónica roja. Después no supe cómo seguir, o no tuve más ganas. Tal vez me resultaba demasiado "heavy". Este año lo llevé a la primera sesión del taller, ya que como no teníamos consigna nos pidieron que lleváramos cualquier texto. Sigue así, sin final.

 No pasa un día, sin que me acuerde de Martín. A veces pienso que no pasa una hora, un minuto, un solo instante, sin que él esté presente en alguna parte imperceptible de la mente, como una imagen, un recuerdo, un gesto, escondido entre los pensamientos cotidianos, escondido aun para mí misma, mientras hago las compras, mientras trabajo, mientras ayudo a los gurises con los deberes o miro una película.
Y sin embargo pasaron ya trece años, la gente ya no lo recuerda, ya no me hablan con ese aire inconfundible de velorio o esa sorpresa incómoda ante los embarazos y los chiquilines. Aníbal se ha vuelto viejo y ya no hablamos de él. No hablamos casi que de nada. Tal vez ya no son necesarias las palabras. La vida entre nosotros es la de una pareja eterna y aburrida, con el amor de haber compartido tanto y no saber ya vivir de otra manera.
Hace trece años teníamos tres hijos. Martín era el mayor, tenía veinte, y tardó dos en terminar sexto de liceo. No se concentraba, andaba con los amigos, tenía novias que dejaba o lo dejaban, pasaba las horas por ahí o sentado en el murito con los chicos del barrio. Yo le dije que no bancaba vagos. Que no tenía edad de no hacer nada. Empezó a trabajar de repartidor en el almacén. Por fin, salvó el último examen.
Todo pasó a finales del verano, en uno de esos días bochornosos de marzo, cuando él empezó Psicología. No estaba convencido. No sabía qué quería, pero tenía veinte años. ¿Quién sabe lo que quiere? Yo todavía intento descubrirlo. Ser feliz, me viene el pensamiento como una respuesta a la pregunta retórica. Sí, dice otra voz, ¿y cómo sabemos qué es lo que nos hará felices? No, me digo, no es posible ser feliz. La vida es dura. Yo lo sé. Aunque me ría con los gurises y salgamos los domingos en la bici. La felicidad no existe, porque la adversidad nos golpea siempre y nos deja maltrechos, malheridos, cubiertos de cicatrices o de llagas o de úlceras que pueden abrirse al más mínimo descuido. Apenas podemos alejar o distraer la melancolía. Da trabajo. Yo lo sé.
Martín fue al psiquiatra de la mutualista y tomaba floxetina. La droga de la felicidad, le llamaban en aquel tiempo. Los diarios dijeron después que tenía problemas psiquiátricos. No es verdad. Tomaba floxetina, nada más. Era un chico completamente normal.
Se fue de casa de casa de bermudas y chancletas. Vino a almorzar y supusimos que después había vuelto al almacén. No volvió. No lo vieron en el quiosco, ni en la estación de servicio, ni en la parada del ómnibus. Nadie lo vio nunca más. Ni siquiera me acuerdo cuándo nos dimos cuenta. A la hora de la cena. No, ahí no nos preocupamos. A los veinte años a veces los chicos no vienen a cenar. A la mañana siguiente. Sí, a la mañana siguiente nos dimos cuenta. Lo llamaron del almacén y él no había dormido en casa. No fui a trabajar ese día. Aníbal sí. Yo llamé a los amigos y nadie sabía nada. A mediodía hablé con Aníbal. La casa se llenó de gente. Salimos a dar vueltas en el auto. Fuimos a la comisaría.
No recuerdo los días que siguieron. Sé que en esa semana cambió el clima. El otoño llegó con toda la rabia del mundo, con esas sudestadas de frío, lluvia y viento que bajan veinte grados las temperaturas de un día para otro. Sé que dije en televisión que Martín andaba de chancletas con ese tiempo inclemente. Sé que los meses siguientes los pasamos tirando de los hilos de las pistas en busca de una madeja que no encontramos. Recibíamos montones de llamados, andábamos como locos de un lado para otro, a merced de gente bienintencionada y de los hijos de puta. Circulaban cadenas de correos electrónicos con fotos de Martín y nuestro número. Yo hubiera querido detenerlas. Decir basta. Cambiar de teléfono, darnos un respiro, descansar un poco. Tener tiempo de llorar a solas, pasar una semana en la cama, deprimirnos.
Y justo entonces recibimos la llamada de Brasil. Un uruguayo que había ido a Florianópolis en vacaciones de julio lo había visto pidiendo limosna en la autopista de circunvalación de Porto Alegre. Una locura, pero la descripción era convincente. El tipo había hablado con él. Sí, soy de Montevideo, le había dicho. Me fui de mi casa, prefiero vivir en la calle. No quiero volver. No quiero estudiar. Si habla con mi familia, mándeles saludos. Dígales que no me busquen, que estoy bien. ¿Nombre? No, ya no tengo nombre.
Podía ser. Manejamos toda la noche. Recorrimos medio Porto Alegre llenos de fotos. Ya no dábamos más. Al anochecer encontramos al chico. Se parecía a Martín.
Comimos algo y buscamos un hotel. Cuando cerré la puerta de la habitación, me pasó. Una especie de furia, de rabia incontenible, de ganas de matar o de morir. Grité, golpeando con los puños las paredes. Aníbal me tapó la boca y me sujetó con fuerza. De repente vi sus ojos y lo odié por quererme tanto. Vi el deseo animal. Salvaje. Brutal. Cogimos de esa forma extraña, como un estallido desenfrenado de desesperación. Después nos dormimos. Me acuerdo de que a la mañana siguiente no nos levantamos. Dormitamos y lloramos todo el día. Pedimos en la recepción que no nos molestaran. Sólo llamamos a las chiquilinas para decirles que, otra vez, la pista era falsa.
A la vuelta, cambiamos el número de teléfono.


Diez días de atraso, quince días. Me hice el test. No lo podía creer. Creo que lo primero que sentí fue vergüenza. Después náuseas. Aníbal no salía de su asombro. Hablamos de abortar. Nunca estuve de acuerdo y sin embargo lo pensamos. Decidimos que no. Por alguna razón pasaban las cosas. No podíamos abortar una vida nueva cuando estábamos en pleno duelo por Martín. Tampoco podíamos alegrarnos. Nos había pasado sin querer, pero nos daba vergüenza. La panza empezó a crecer como una cosa obscena. Veía la incomprensión en la cara de la gente. La misma perplejidad que yo sentía.
De a poco, empecé a sentir cosas nuevas. Empecé a querer a ese proyecto de ser humano que crecía en mí. Jamás iba a sustituir a Martín pero, a pesar de todo, la vida porfiaba. Era un mensaje. Algo. La vida sigue, parecía decir. Dejé de avergonzarme. Desafiante, llevaba el embarazo como una bandera.
Federica nació un año y medio después de la desaparición. Tan desvalida, tan dependiente de mí para vivir. Y por otro lado con esa fuerza de haber querido vivir a pesar de mí, a pesar de Martín, a pesar de todos y de todo. Con esa voluntad de habitar este mundo de mierda. Me absorbió como ninguno me había absorbido antes. La disfruté más que a los otros. Me infundió esa suerte de vitalidad inquebrantable que transmitía a pesar de la fragilidad de una recién nacida. Nací otra vez al nacer ella.  Me sentí joven y fuerte, capaz de afrontar cualquier tragedia y de magnificar los momentos efímeros de felicidad. La boca diminuta succionando los pezones gastados, un árbol que florece, una nube que cambia de formas y colores bajo el cielo diáfano de un otoño nuevo. Me volvió la sensualidad, atraje a Aníbal, concebimos a Manuel a los dos meses.
Me olvidé de Martín, convertida en una madre ocupadísima, que tuvo que multiplicarse para no descuidar el trabajo, la casa, y compartir reuniones de padres en la guardería con gente que tenía veinte años menos que yo. Me hice amigas apenas mayores que mis hijas grandes.
¿Me olvidé de Martín? No, nunca. Todavía sueño a veces que él vuelve y me recrimina por Federica y Manuel. Es él quien dice que lo olvidé, pregunta por esos niños que ocuparon su lugar. Aníbal no lo dice. Lo piensa. Lo conozco demasiado. Todos los días entra a Internet, registra a Martín en miles de portales de búsqueda de personas, ya no recibe correos electrónicos, apenas alguno de algún hijo de puta que no tiene nada mejor para hacer. Yo lo hice en un tiempo. Me sirvió para descubrir que los casos como el de Martín son miles y miles y miles. Y no hablo de narcotráfico, de mafias, de guerrillas, de secuestros. Hablo de gente que desaparece sin motivo. Miles de miles.
La pregunta es por qué. Si están vivos. Si no, por qué los mataron, dónde escondieron los cuerpos. Si se suicidaron, cómo no aparecieron. A veces siento que está vivo, lo sé en el estómago, es una convicción física, biológica.

3 comentarios:

Pablo M. dijo...

El relato tiene un mérito: Le creo todo a la narradora.
En algún punto yo también creo que Martín era un chico normal e incluso yo mismo siento algo en el estómago que me dice que está vivo.
Además este relato no necesita un final, sencillamente porque ya lo tiene.

Gloria Algorta dijo...

Gracias, Pablo. No sabés el trabajo que me da moderar los comentarios de esta multitud.
De todas formas discrepo: falta un remate, un final, algo que lo redondee. No sé qué es, porque si lo supiera ya lo habria escrito.
Los espío de vez en cuando en la sala de lectura. Me encanta leerlos, saludos por allá.
Un abrazo.

Pablo M. dijo...

Hola Gloria. No tengo dudas de que hay más gente que lee los relatos. El problema es que hay tantos motivos para no escribir un comentario...
Fiaca. Falta de espontaneidad (tampoco se trata de convertirse en un concienzudo crítico literario). Miedo a sonar complaciente. Miedo a sonar demasiado duro. Miedo a desnudarse en público (porque hasta un comentario puede decir cosas sobre uno). Pero creo que por sobre todas las cosas, fiaca. No escribir un comentario implica hacer la más fácil. Y de esos sí que hay multitudes.