lunes, 4 de mayo de 2009

Recuerdo de la infancia

El primer ejercicio que nos propusieron en el taller de escritura fue escribir un recuerdo de la infancia. ¡Hice trampa! Utilicé una parte de un texto que había escrito hace un par de años. Es una reflexión sobre las distintas percepciones que tienen los que se pierden y aquellos que los perdieron.
     A los cinco o seis años me perdí en La Paloma. Fui a comprar bizcochos a la panadería, muy cerca de la casa que alquilábamos aquel verano, y no encontré el camino de regreso. Caminé y caminé, incapaz de orientarme, por calles de tierra y bosques de pinos que me resultaban familiares. El sol empezaba a entibiar ese aire fresco y salado que envuelve a los balnearios cuando se despiertan, y mi casa no aparecía. Tampoco sabía cómo volver a la panadería. Tuve fantasías vagas, fragmentarias, en las que me veía como una huérfana desvalida, y se me hizo un nudo en la garganta.

     De repente, reconocí el auto estacionado frente a la carnicería: mi madre estaba comprando las provisiones para el almuerzo.
     –¡Hola! –me sonrió–. ¿Qué estás haciendo por aquí? –Y siguió hablando con el carnicero, como si nada hubiera pasado.
     Para ella no había pasado nada. Yo había estado perdida veinte o treinta minutos, pero nadie se había dado cuenta.

* * *

     La percepción de los que se pierden es siempre diferente a la de quienes pierden a alguien.
     Muchos años después, llevé a mi hijo de cuatro años al Parque Rodó. Estrenaba bicicleta con rueditas. Encontré un banco solitario en uno de los senderos que bordean el lago. Camilo aprendió enseguida a hacer proezas en la bici y yo entrecerraba los ojos y lo espiaba, mientras me entretenía con los globos de colores que el sol me colgaba en las pestañas.
     No sé por cuánto tiempo me quedé dormida, sé que me despertó el silencio. La bicicleta relucía en el camino, pero Camilo no estaba. No había nadie esa tarde en el parque. Lo llamé varias veces, cada vez más fuerte. Enloquecí. Pensé en pervertidos que aprovechan la soledad de los parques, me acerqué al lago y lo imaginé flotando boca abajo. Cuando me di vuelta, me pareció ver la campera amarilla entre unos arbustos. Lejos. Corrí, desesperada. Lo encontré canturreando. Con un palito, torturaba a una lombriz.
     –¿Por qué llorás, mami?– preguntó cuando lo abracé.
     –Te perdí, te perdí– le decía yo entre sollozos.
     –Yo estaba acá, no estaba perdido– dijo con asombro y lógica implacable.

1 comentario:

Jimena dijo...

Interesante la forma elegirda para contar los dos episodios, a modo de juego desde el punto de vista opuesto (adulto e infantil) donde los miedos pueden estar de uno u otro lado. El episodio en sí lo constituye la subjetividad de cómo se vive, no el hecho en sí.