viernes, 8 de mayo de 2009

Un prócer herido

En el taller de escritura nos pidieron que describiéramos a un personaje cercano. Sigue una descripción de mi padre: 
          Una tarde de sábado mi padre fue a ver a Nacional al Parque Central, donde acostumbraba encontrarse sin cita previa con algunos hermanos, sobrinos y nietos. No con mis hijos, que son de Peñarol. Entró por un portón que no estaba habilitado para el público, subió una rampa en un acceso de servicios y se cayó como una bolsa de papas. Perdió el conocimiento unos minutos, pero lo había recobrado cuando llegó la emergencia y les dio todos los datos que precisaban. Los de la tomografía nos dijeron después que no se desmayó por la caída sino que se cayó por el desmayo.
           El neurocirujano nos explicó esa noche que el golpe del cerebro contra el cráneo produjo un sangrado en los lóbulos frontal y temporal que debía reabsorberse. El pronóstico era incierto.
           Mi hermana, que tiene un posgrado en dificultades de aprendizaje, lo sometía a todo tipo de preguntas y pruebas. Me asombraba la docilidad con que papá se prestaba a los exámenes de mi hermana. Hasta parecía que se equivocaba a propósito en las respuestas para tomarle el pelo.
           Trataba a quienes lo atendían, ya fueran médicos, enfermeros o auxiliares, con una cortesía entre paternal y sobria. Jamás se quejaba. Demoraron unos días en descubrirle una fractura de omóplato, porque nadie le había preguntado si le dolía exactamente ahí.
           Yo lo miraba y le agarraba la mano mientras dormía, o cuando estaba en ese umbral entre el sueño y la vigilia en que sólo pueden permanecer los enfermos. A pesar de la cara amoratada y todavía hinchada, de la cama de hospital, de la pérdida de memoria en un grado aún imposible de evaluar, tenía un aire que imponía, algo indefinible de dignidad o autoridad. Parecía un prócer herido en una batalla.
           Esos días en que mi padre estuvo en peligro de muerte, recordé los rasgos que amaba en él: el gusto por la poesía, las canciones de mi infancia, el entusiasmo por la vida, el sentido del humor. Pero, sobre todo, vi fortaleza e integridad donde hasta entonces había visto sólo autoritarismo e intolerancia. Quizás necesitaba perdonar lo que todavía no había perdonado, antes de que fuera tarde.
           Mi padre sobrevivió a un mes de internación con mil complicaciones. Ahora es un anciano sumido en las tinieblas del Alzheimer. Cuando me angustia verlo tan disminuido y echo de menos nuestros belicosos desencuentros, me consuela la imagen del prócer herido que descubrí en aquellos días, sobrellevando el infortunio con estoica serenidad.

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