martes, 21 de julio de 2009

Zapatos negros

Teníamos que hacer una narración en primera persona con la voz de otro. Utilicé un texto que había dejado por ahí. Los personajes son los que se encuentran mucho tiempo después en Todo Rojo.

          Inés llegó a Barcelona con mi amigo Carlos, que la conoció durante su exilio en Buenos Aires. Nadie entendía cómo Carlos, un tipo que había ido asumiendo responsabilidades políticas en nuestra organización, se había casado con una niña de diecinueve años a quien no costaba nada imaginar con el uniforme de las monjas. La cosa es que Inés resultó una buena gurisa que siempre le estaba poniendo al mal tiempo buena cara, tal vez porque para ella el exilio era no sólo una elección sino también una aventura. Nosotros no podíamos sacudirnos la nostalgia y vivíamos hablando del Uruguay y dándole vueltas y vueltas al fracaso. Ella preguntaba todo con una inocencia pasmosa, no tenía ninguna formación política y nos sorprendía por la ignorancia, la falta de esquemas y el sentido común. Decía que en España se había empezado a sentir uruguaya.
          Yo era enfermero y, en Uruguay, había trabajado bastante en fisioterapia. Así que me presenté a un llamado para un buen trabajo de fisioterapeuta en una clínica privada. Si me pedían el título, diría que no lo había podido tramitar porque estaba requerido por las fuerzas conjuntas. No fue necesario. Era la época en que la mayor parte de los catalanes se jactaba de ser progresista y los sudamericanos todavía no éramos sudacas.
          Entre mis pacientes visitaba dos veces por semana a Fuster, un viejo casi inmovilizado por una apoplejía. La mujer que lo cuidaba salía los miércoles a las nueve de la mañana, se tomaba un tren al pueblo donde vivía la familia, pasaba el día con la hermana y a las nueve de la noche estaba de vuelta al pie del cañón. Un día me preguntó si conocía a alguien que le cubriera el día libre. Inés estaba buscando trabajo y andaban sin un peso, así que la recomendé sin pensarlo demasiado. No me imaginé las consecuencias que la recomendación iba a tener para mí.
          Ese domingo fui a cenar a lo de Carlos y encontré a Inés muy nerviosa. Había ido a la entrevista con Cayetana. La mujer la miró de arriba a abajo y le dijo:
          —Con ese físico no puedes levantar al señor Fuster y sentarlo en la silla de ruedas.
          A pesar de todo, Cayetana decidió que los miércoles el viejo se quedara sin su paseo diario, que consistía en pasarse un rato sentado al sol que entraba por la ventana del living cerca del mediodía, tamizado por las hojas de los plátanos de la avenida. Como fisioterapeuta, yo no hubiera aprobado que dejaran al pobre viejo todo el día en la cama, pero por suerte nadie me preguntó y entendí que Cayetana no iba a renunciar a su salida semanal porque yo le hubiera recomendado a una chica menuda.
          Inés y yo nos habíamos puesto de acuerdo en decirle a Cayetana que Inés tenía experiencia en cuidar enfermos, además de agregarle un par de años de edad. Esa noche le di un curso intensivo para enseñarle a cambiar las sábanas como se hace en el hospital, con el paciente en la cama. Hice acostar a Carlos para la clase práctica y terminamos los tres con un ataque de risa que no podíamos parar.
          Volví a la semana siguiente. A Inés no le había ido muy bien en su primer día. No tuvo problemas con la comida: Cayetana le dejaba las verduras hervidas y ella no tenía más que hacer el churrasco y pasarlo por la licuadora. De tarde deshacía tres magdalenas en leche tibia y le daba en la boca con la naturalidad de quien alimenta a un niño. Sin embargo, la higiene le resultaba muy diferente. A mí no se me había ocurrido que para Inés fuera un mundo cambiarle los pañales a un viejo o incluso algo tan sencillo como meterle el pene en el violín. La mujer le había enseñado cómo lo hacía ella. Inés, entre repugnada y pudorosa, había logrado a duras penas disimular su inexperiencia. Como el jabón líquido y el talco olían a lavanda, Inés terminó asociando la lavanda con el olor a mierda.
          Inés se quejaba también de que el tiempo se le hacía eterno. Fuster pasaba casi todo el día en un estado de letargo y ella sólo tenía trabajo cuando lo higienizaba o cuando tenía que darle la comida o la merienda. Pero si quería leer no podía concentrarse, así que pasaba el día hojeando las revistas de Cayetana.
          —No había leído en mi vida la revista Hola —se rió—. Ahora me sé de memoria la vida de Carolina de Mónaco. ¡Ah! ¿Sabían que se casó con un playboy francés?
          Tal vez eso lo dijo más adelante, cuando se sintió más confiada en el trabajo. Durante las dos o tres primeras semanas todo le daba inseguridad. Me acuerdo de que la desesperaba no entender lo que decía el viejo, que apenas hablaba, pero cuando lo hacía tenía dificultades para modular y para colmo sólo hablaba catalán.
          —No es sólo que me de asco o no entienda lo que dice —dijo Inés uno de esos primeros días—. El problema es que no sé cómo tratar a un viejo. Tal vez sea porque no conocí a mis abuelos.
          —¿Vos no cuidabas a tu sobrino? —le pregunté.
          —Sí, y a muchos niños más. Trabajaba de eso —dijo.
          —Entonces tratalo igual. Un viejo es como un niño. No hay misterio.
          Inés me dijo mucho después que ese consejo la tranquilizó el resto del tiempo que trabajó en lo de Fuster. Yo iba a verlos casi todas las semanas y, como también veía a Cayetana, sabía que pese a su desconfianza inicial se estaba encariñando con Inés. Igual que yo.
          Un día Inés estaba en la cocina y volvió corriendo a la habitación del viejo porque tuvo una corazonada. Así me lo contó. Se encontró a Fuster sentado en la cama. Las piernas le colgaban inertes.
          —Tráigame los zapatos negros —dijo en un castellano bastante inteligible.
          Inés se acercó y trató de acostarlo.
          —Señor Fuster, ¿para qué quiere los zapatos? No es un día para salir, ¿no ve cómo llueve?
          —¡Los zapatos negros! —gritó el viejo. Inés se asustó. El viejo estaba a punto de caerse de la cama. Intuyó que era mejor distraerlo que contradecirlo.
          —¡Tengo una idea! —dijo.— ¿Quiere que le lea el periódico?
          El viejo la miró con los ojos acuosos de cataratas y pareció recordar algo. Se dejó acostar. Inés tenía el diario en su bolso y le leyó un artículo cualquiera hasta que se dio cuenta de que él no escuchaba. Después me contó que una vez que el viejo se hubo dormido fue al ropero a constatar lo que había supuesto: el señor Fuster no tenía zapatos.
          El episodio de los zapatos se repitió unas cuantas veces e Inés hizo un descubrimiento que la dejó fascinada: al viejo le gustaba la poesía. El caso es que ya no leía para tranquilizarlo sino por puro placer, según ella, de los dos. Le leyó todos los libros de poetas españoles que tenía: García Lorca, Miguel Hernández, Machado. Después siguió con Neruda y como se le acabaron los libros empezó a pedirlos prestados. Decía que el viejo sonreía y que seguro que de joven había leído poesía. También dijo como al pasar que el día en que descubrió en el living una foto de Fuster en plena juventud, cayó en la cuenta de que todos nosotros íbamos a ser viejos y a morir.
          La poesía era nuestro secreto. Si la terrenal Cayetana se enteraba de que Inés le leía poesía al señor Fuster, lo más probable era que pensara que estaba loca de remate. Y tal vez con razón, pero a mí este asunto de la poesía me hacía mucha gracia y me estaba enamorando de esa gurisa. Una desgracia, porque Inés era la compañera de Carlos.
          Un miércoles fui a ver a Fuster para verla a ella en acción. Tenía puesta una túnica de enfermera que le quedaba inmensa y se había atado el pelo. Había adquirido algo de los gestos seguros de Cayetana.
          —Señor Fuster —dijo al entrar a la habitación—, parece que hoy tiene clase de gimnasia.
          Le faltaba mucho para ser eficiente. Lo estaba cambiando cuando llegué. Intentaba imprimir autoridad a sus órdenes: “ahora ayúdeme, apoye bien los pies, agárrese del trapecio, levante el culo”. Fuster obedecía, pero creo que lo hacía más por la ternura con que ella lo trataba que por la firmeza que no lograba transmitir. Las toallas, el jabón líquido, la palangana y el violín estaban desparramados entre el cuarto y el baño. Hizo millones de viajes para dejar todo en orden. Le hice unos ejercicios y unos masajes al viejo y vi en la mesa de luz un libro de Walt Whitman en inglés. Ella siguió mi mirada.
          —Sabe inglés —susurró, muy seria.
          Me fui con una sonrisa que me duró horas.
          Inés encontró un trabajo de oficina en dos o tres meses. Me lo contó uno de esos domingos en que yo caía a cenar, ya melancólico y dividido entre la lealtad a mi amigo Carlos y el ridículo e inconfesable amor por aquella gurisa recién salida de la adolescencia, una advenediza en el mundo adulto del exilio.
          —El miércoles es mi último día con Fuster —dijo—. Y tengo un plan.
          —¿Qué plan?
          —Le voy a comprar los zapatos negros que tanto pide.
          —¿Me estás jodiendo? —pregunté.
          Inés se rió con una expresión juguetona y no contestó.
          Esa noche soñé que le leía Hojas de Hierba en inglés a un señor Fuster lúcido por completo. De repente llegaba Cayetana y, furiosa, arrancaba las sábanas de la cama del viejo. Al final de las piernas desnudas y fláccidas descubría los enormes zapatos negros. Yo me sentía culpable y no sabía qué decir. Y entonces entraba la guardia civil y me llevaba preso.

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