miércoles, 1 de julio de 2009

Todo rojo

Ahora nos ejercitamos en describir acciones y empezamos a trabajar con puntos de vista. La consigna fue escribir una acción desde el punto de vista de un testigo que está en un semáforo rojo. Para hacerlo reuní, muchos años después, a dos personajes de un relato en el que estoy trabajando.
          Hace un par de años fui a Buenos Aires a un congreso de pediatría. Una tarde me escapé de las ponencias y salí a caminar por Santa Fe. Era invierno y hacía frío. Oscureció temprano. Yo husmeaba las librerías y miraba de reojo a las porteñas. Son las dos cosas que valen la pena en Buenos Aires.
          En un momento salió una mina de un boliche y se puso a caminar adelante mío. Apenas le había visto la cara, pero tuve una sensación muy vaga de que la conocía. Caminaba rápido entre la muchedumbre de Buenos Aires. Tenía un sobretodo rojo, rojo semáforo, que resplandecía cuando pasaba frente a las vidrieras iluminadas, era imposible perderla de vista. Seguí caminando a su paso una o dos cuadras y me acuerdo que pensé en la niña del sobretodo rojo de La Lista de Schlinder, el único color que aparece en la película.
          Cuando llegamos a Pueyrredón el semáforo se puso rojo, rojo sobretodo, pero ella siguió como si no lo hubiera visto. No tuve tiempo de gritar. El aire siempre denso del centro se llenó de bocinas, frenazos y gritos como si antes hubiera habido silencio. No la atropelló un colectivo porque Dios es grande. Apenas la rozó una moto que iba contra el cordón. Ella cayó hacia atrás y yo alcancé a atajarla, no sé cómo. El motociclista se llevó la peor parte: patinó en el pavimento húmedo, la moto quedó tirada haciendo trompos y el tipo desapareció en el tránsito infernal de Pueyrredón. Al menos yo no lo veía. Los colectivos paraban, la gente gritaba y se bajaba de los autos y el estruendo de las bocinas era enloquecedor. La esquina de Santa Fe y Pueyrredón a las ocho de la noche no es precisamente la campiña inglesa. De repente me di cuenta de que tenía a la mina en brazos. Tenía los ojos asombrados fijos en mí, como si estuviera intentando volver de otro mundo.
          —¿Qué pasó? —preguntó.
          —¿Estás bien? ¿Te duele algo?
          La ayudé a pararse y le alcancé la cartera. Ella se miraba el cuerpo y me miraba. Parecía sorprendida de estar viva. Después se sentó con un aire de desaliento en el cordón de la vereda.
          —Me duele el brazo —dijo.
          —Dejame verlo, soy médico —dije mientras la ayudaba a arremangarse. La palpé y no tenía fracturas. Después le saldría un moretón, había sido sólo un golpe. Le dije que se quedara quieta hasta que llegaran los paramédicos.
          —¿Qué pasó? —volvió a preguntar. La voz le salía tenue y temblorosa. —No me di cuenta de nada.
          —No sé —dije. —El semáforo se puso rojo y vos seguiste de largo. Te golpeó una moto, nada más. ¿Estás bien?
          Asintió con la cabeza.
          —Mejor así. Esperame. Voy a ver qué pasó con el tipo de la moto.
          Busqué al tipo entre el embotellamiento de autos y colectivos. Ya lo estaban atendiendo. Estaba jodido. El asfalto estaba rojo, rojo sangre. Tuve ganas de zamarrear a la mina que andaba por Buenos Aires como en la luna. Me volví hacia la vereda donde la había dejado. En ese instante los faros de un auto le iluminaron la cara y la reconocí. Durante unas décimas de segundo la vi como la veía veinticinco años antes en Barcelona: siempre en la luna. Me había enamorado de ella como un imbécil. Era Inés, sin lugar a dudas.
          Corrí. Entonces alguien liberó algún carril del tránsito y me encontré esquivando colectivos en el medio de la calle. Cuando llegué a la esquina, ya no estaba. A lo lejos, alcancé a divisar el sobretodo rojo perdiéndose en la multitud de una Buenos Aires que se había convertido en una película en blanco y negro.

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