lunes, 17 de agosto de 2009

El mundo real

Éste es un texto que quizás algún día continúe, escrito como ejercicio de extrañamiento en el taller de escritura:
          En febrero y marzo de 1973 di los exámenes libres de todo sexto de bachillerato para zafar un año antes de las monjas. Por fin, entro en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde me espera el mundo real. Me voy a inscribir en la carrera de Sociología para entender de política. De momento soy marxista y peronista. Lo que tengo más claro, gracias a la formación religiosa, es que soy atea.
En la facultad no quedan más paredes para colgar carteles, entonces cuelgan del techo como estalactitas, uno tiene que andar agachado y entre tanto cartel encontrar una cartelera. Hay grupos de barbudos que pintan pancartas o reparten folletos por todos lados. Son feos y de lentes y, cuando camino con dificultad entre los carteles y la gente, me salen al paso como vendedores del Once para que me afilie a unas siglas que sólo aquí existen.
          Como soy nueva, los escucho y trato de entender sin que ellos se den cuenta de que no entiendo nada. No sé en qué se diferencian estos trotskistas de aquellos que también son trotskistas y por qué hay tantos grupos maoístas y tantos socialistas y comunistas y marxistas sueltos de todo pelo y color y cuatro o cinco agrupaciones peronistas. Me hablan de la tercera internacional y de la cuarta, del imperialismo, del capitalismo, de la plusvalía, de los enemigos en el seno del pueblo y de la tercera posición. Y no hay una sola persona normal alrededor, más que los nuevos que nos reconocemos mutuamente por la cara de abombados. Entre nosotros, a la vuelta de alguna escalera, intercambiamos los datos que hemos podido conseguir: dónde está la cartelera que dice dónde está la bedelía donde te inscriben si trajiste todos los papeles que se detallan en otra cartelera y así hasta el infinito.
          Los barbudos no tienen la menor idea de carteleras ni de bedelías y siguen hablando como feriantes que en vez de papas y boniatos venden palabras difíciles, revoluciones de cuatro gatos locos, qué sé yo. ¿Y yo me clavé estudiando todo el verano porque quería venir acá? Casi extraño el colegio del Sagrado Corazón.

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