jueves, 3 de septiembre de 2009

Foto de feria con pareja

La foto lo supe después es del fotógrafo francés Robert Doisneau. En el taller de escritura la consigna fue escribir un texto en estilo indirecto libre, inspirado en la foto. No cumplí con el indirecto libre. Hace tres días de la muerte de mi padre y salió lo que salió.

          La foto está tomada desde el costado del puesto de naranjas, con una cámara que gira unos cuarenta y cinco grados hacia la vereda. Por eso no vemos a los compradores que van por la calle, sólo vemos a los paseantes en la acera. Los vemos nosotros, los ve la cámara, no los ve el vendedor de naranjas que mira a los posibles clientes. El feriante, con boina y un cigarro que le cuelga entre los labios, me hace pensar en un París de la posguerra. No, no debe ser el feriante —que ocupa el centro de la foto— lo que me sugiere un espacio y un tiempo específicos, en realidad este personaje podría ubicarse casi en cualquier tiempo y lugar. Es la pareja que pasa detrás de él, en la parte izquierda de la foto. La cámara los captó en un instante de felicidad, caminan y ella no se detiene para recibir el beso y dejarse apretujar por ese brazo fuerte que pasa por su espalda y termina en una mano que le agarra el hombro y la atrae hacia él. La cara del hombre está oculta por la sombra y por el gesto del beso, que lo obliga a inclinarse. Ella se ve tan luminosa como las naranjas, el sol le da de lleno y resplandecen la sonrisa, la expresión enamorada, el collar de fantasía, los pliegues del vestido que se arremolinan alrededor de las piernas y el ramo de flores en la mano enguantada. Los dos son jóvenes y hermosos y es ella quien da esa sensación de años cuarenta, de un París ocupado o de poco después. No sólo por el vestido, a la moda de la época, que no es un vestido para andar por una feria de barrio en la mañana. Se me ocurre que vienen de casarse. ¿Por qué van solitarios, en esa voluntaria soledad de dos, encerrados en un mundo propio, sin mirar las naranjas y la feria soleada que ellos contribuyen a iluminar, sin verse más que a sí mismos? No hay traje de novia, no los sigue un grupo bullicioso rumbo a una fiesta. Es una pareja de tiempos austeros, de posguerra, de guerra, tiempos en que casarse es un acto de resistencia privada contra la adversidad o tal vez un modo de exorcizarla, una apuesta al futuro.
          La foto tendrá, entonces, por lo menos sesenta años. Digamos que, si ese hombre y esa mujer todavía viven, tendrán más de ochenta, quizás noventa. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Siguieron juntos? ¿Tuvieron hijos? Los hijos, que nos vuelven más vulnerables, ¿los compensaron con alegrías o sólo les trajeron los problemas y el dolor que únicamente pueden causar los que amamos? ¿Los asedió la pobreza o prosperaron? ¿Qué habrá pasado con la felicidad que captó la cámara? Duró un instante. ¿El clic o la felicidad? No puedo evitar pensar, al verlos tan radiantes, que la dureza de la vida gana siempre, la adversidad acecha y más tarde o más temprano cae sobre nosotros, más o menos veces, durante más o menos tiempo. Al final, victoriosa, se ríe impávida sobre el polvo al que volvemos. No importa si es París y es la posguerra. La reflexión es la misma.

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