lunes, 27 de junio de 2011

Discreto encanto

Humor negro del más negro:

     El invierno de 2010 se llevó a los tres hermanos que quedaban. En buena hora, ya que andaban cerca de los noventa y los primos, que jugamos juntos en las reuniones familiares de la niñez, tuvimos oportunidad de reencontrarnos y ponernos al día en los pasillos del Hospital Británico, en las salas velatorias de la empresa Martinelli o en los senderos arbolados del cementerio del Buceo. Porque los miembros de cualquier familia de cierta prosapia en Montevideo se mueren en el Británico, se velan en Martinelli y se entierran en el Buceo, por la misma razón por la que mi abuela, que en paz descanse, permitía a los hijos varones ser hinchas de Nacional o, en todo caso, de los papales. Hay tradiciones que los blancos católicos no pueden romper sin provocar escándalos.
     Mi padre fue el primero en hacer el check in en el hospital y el último para el check out, cuando al fin resolvimos matarlo. Por lo tanto, durante los tres meses que duró la internación, los otros dos hermanos llegaron en la ambulancia y salieron con los pies para adelante en el furgón de los funebreros. Del primero, él no llegó a enterarse: no le dijimos nada para no inquietarlo y, como tenía Alzheimer, además de la pulmonía que lo recluyó en esa habitación calefaccionada y luminosa en aquel invierno crudo, no sospechó de la cantidad excesiva de cuñadas y sobrinos que lo visitaban.
     De Guido, el segundo hermano que se fue al otro mundo aquel año, tuvimos que decirle. En parte porque era el hermano mayor y el más cercano a él, y en parte porque una serie de malentendidos entre los primos y los hijos, que subestimamos sus pocos momentos de lucidez, provocaron que se oliera algo extraño.
     Cuando el mayor de mis tíos estaba agonizando, uno de sus hijos pasó a ver a mi padre. Mi viejo, que nunca perdió algunos de sus modales de caballero, le preguntó con cortesía:
     —¿Y cómo anda Guido?
     —Y… ahí. Tirando —dijo Martín, nervioso, mientras nos veía gesticular al otro lado de la cama—. Bien —concluyó antes de pasar sin transición a comentar el último partido de Nacional.
     —¿Bien o tirando? —insistió el viejo, avispadísimo.
     —No, no, anda bien.
     Al día siguiente Guido se murió, tuvimos velorio y entierro.
     Antes de ir al velorio hice mi visita diaria a la habitación 408 y encontré a Lilián sola con papá. Lilián era la cuidadora vespertina, tenía mi edad y nos afligían desgracias parecidas. Nos hicimos bastante compinches. A los cincuenta y tres años a ella la dejó el marido y a mí me despidieron del laburo. Las dos nos quedamos con un tremendo espacio vacío en la vida, aunque yo le envidiaba el trabajo y ella a mí, el marido. Supongo que cada una de las dos pensaba que lo propio era peor que lo de la otra, pero todavía creo que yo era la más jodida porque, encima de no tener trabajo, me quedaba marido. Las visitas diarias a mi viejo me daban la oportunidad de ir a alguna parte, una parte calefaccionada y cómoda donde la afortunada de la acompañante se pasaba las tardes.
     Las visitas a mi padre no eran muy largas, me sacaban las contracturas de mi casa helada mientras le leía el Romancero Gitano hasta aprenderme por fin de memoria los versos que él me recitaba de niña, o le cantaba “Los negros de La Habana” con una coreografía que lindaba con el baile del caño, los días en que el ánimo se le ponía un poco libidinoso y se reía como un adolescente en lo peor de la edad del pavo.
     Esa tarde, al no ver a mi madre y con la distracción de siempre, pregunté:
     —¿Dónde está mamá?
     —Se fue al velorio de Guido—dijo mi padre—. ¿Sabés que se murió Guido?
     —Ah, te dijeron —me sorprendí—. ¿Quién te contó?
     —Tu madre.
     Le contesté a papá que sí, que ya sabía, que dentro de un rato yo también iba a ir al velorio y que qué lástima, pobre Guido.
     —Pero es muy raro —siguió él—. Hoy vino Martín y me dijo que estaba bien.
     —Bueno, cuando vino Martín, Guido todavía no se había muerto.
     —No, no. Vino recién. Yo le pregunté, ¿y cómo anda Guido?,  y me dijo que bien. Y ahí me acordé de que se había muerto. Cómo, le dije, ¿no se murió? ¡Ah!, sí, es cierto, se murió, me dijo. Se había olvidado. Es muy raro —repitió, mirándome con los ojos llenos de cataratas y preguntas.
     A mí casi me da un ataque de risa y, más tarde, el primo Martín y yo tuvimos que salir del velorio porque nos tentamos como cuando éramos niños. Solo que entonces no nos reíamos de nuestros padres y, al menos conscientemente, todavía no pensábamos en matarlos.
     No sé a quién se le ocurrió primero la idea de matar a mi viejo, pero a mí me venía rondando en la fantasía desde mucho antes de la internación, a medida que el Alzheimer avanzaba. A veces desistía porque pensaba que mi madre y mis hermanos nunca me lo iban a perdonar y otras, porque me deprimía un poco imaginarme a mi marido y a mis hijos visitándome en la cárcel de Cabildo. De todas formas ya había encontrado la manera: pensaba robarle a mamá, que es diabética, unas dosis de insulina y, lo único que me impresionaba, era el momento de pincharlo. Nunca le había dado una inyección a nadie. Cuando al viejo lo internaron con la neumonía la cosa se puso más fácil, porque el suero me evitaba tener que pincharlo a él, era cuestión de pinchar el tubito de plástico que goteaba sin parar. Y entonces irrumpían en mi cabeza los reproches familiares y desistía. Creo que Cabildo me molestaba menos, sobre todo antes de que me echaran del trabajo, porque estaba tan estresada que percibía la estancia en la cárcel como unas vacaciones. Aunque, ¿quién iba a cocinar en casa? Desistía, una y otra vez.
     Cuando mis primos resolvieron matar a Guido en apenas una semana, me pregunté qué estábamos esperando. El estado de mi viejo no se deterioraba día a día sino con un paso adelante y dos para atrás, como en un juego infantil que ya no recuerdo. Eso nos sumía a todos en un vaivén de esperanza y fatalidad. Y el hospital facturaba y facturaba a cuenta del seguro médico, porque papá no era socio del Británico, todo se pagaba. Nadie les decía a los médicos: ¿cómo este señor hace tres meses que está ocupando una cama?
     Hacía siglos que mi viejo había perdido ese porte patricio que, cuando estaba enfermo, lo hacía parecer un prócer herido en una batalla. Ahora se veía ridículo, absolutamente indigno con una especie de delantal blanco de jardín de infantes y los pañales geriátricos. Había perdido el pudor y estoy segura de que, de haber estado en sus cabales, no habría permitido nunca que lo vieran así los pocos amigos que le iban quedando vivos, y ni siquiera nosotros mismos.
     Así que un día en que la familia estaba reunida en una de las salas de espera del cuarto piso hablamos de que ya era hora de matarlo. Todos estuvimos de acuerdo. Los médicos dijeron un eufemismo que no recuerdo, nadie habló de homicidios o eutanasias, pero esa tarde, cuando lo vi por fin en paz, supe que no me había equivocado. Después lloré, comme il fault, en Martinelli y en el Buceo, y en casa seguí llorando. Mamá fue a hablar con un jesuita porque se quedó con la espina, pero el cura se la sacó enseguida. Y entonces pudimos ser felices, o más o menos lo que se puede. Menos Lilián, que se quedó sin laburo, además de sin marido, pero uno no mata o deja de matar por mantener una fuente de trabajo. Podemos hacer obras de caridad, pero no somos un sindicato. Es lo que hay.
     Este verano, una de las primas ofreció la casa de Punta del Este para hacer una gran reunión en donde pudiéramos encontrarnos y ponernos al día sin ningún muerto de por medio. Cominos chivitos a la parrilla en un jardín espléndido, nadie habló de la parca y todos comentamos lo estupendo que era el presidente, qué gran filósofo, cómo arregló de taquito el problema de los puentes y no nos expropió ninguna estancia. No ganamos los blancos pero por lo menos nos sacamos de encima al predicador. Y en fin, cosas así. Todavía, cuando me encuentro con Martín, lloramos de risa con las anécdotas del hospital Británico.

3 comentarios:

Pablo M. dijo...

Y hasta aquí llegué por hoy; este ya me va a llevar más tiempo comentarlo...
Pero la primera impresión (tan importante a veces): Excelente!

Gloria Algorta dijo...

Pero ¿te reíste? Yo tengo pilas de dudas sobre este cuento, no sé si no es de dudoso gusto. Y necesita un montón de correcciones, está desprolijo, pero en fin, hay que ponerse. Es la parte más aburrida de escribir.

Pablo M. dijo...

Desde ya que me reí, yo y algunos más, pues fue el cuento fue leído y muy bien recibido en uno de los almuerzos de trabajo de esta semana.

De la parte "técnica" no estoy en condiciones de opinar. Luego, lo que sí me animo a decir es qué cosas me gustaron o en qué sentido el relato me movilizó.

Por lo pronto, nos hemos muerto de risa, a pesar de lo negro del humor (o precisamente por ello) con partes como ésta:
"—No, no. Vino recién. Yo le pregunté, ¿y cómo anda Guido?, y me dijo que bien. Y ahí me acordé de que se había muerto. Cómo, le dije, ¿no se murió? ¡Ah!, sí, es cierto, se murió, me dijo. Se había olvidado. Es muy raro..."
Después está esa síntesis de la aristocracia de la protagonista... Lo del Sindicato y la Caridad... Muchas cosas.

Ahora bien, creo que el relato va más allá del humor y termina dejando una sensación "agridulce" que me recuerda a la descripción que sobre la risa de otro Martín se hace en "Sobre héroes y tumbas":
"Pero al verle las lágrimas segura­mente comprendió que aquello que había estado oyendo no era risa sino (como sostenía Bruno) ese raro sonido que en ciertos seres humanos se produce en ocasiones muy insóli­tas y que, acaso por precariedad de la lengua, uno se empeña en clasificar como risa o como llanto; porque es el resultado de una combinación monstruosa de hechos suficientemente dolorosos como para producir el llanto (y aun el desconso­lado llanto) y de acontecimientos lo bastante grotescos como para querer transformarlo en risa. Resultando así una especie de manifestación híbrida y terrible, acaso la más terrible que un ser humano pueda dar; y quizá la más difícil de consolar, por la intrincada mezcla que la provoca."

Y dado que ya hemos hablado de lo "dulce" pero nada hemos dicho acerca de lo "agrio", y que además en algún momento preguntás si el cuento no es dudoso gusto, un poco "en tu defensa", diré lo siguiente:
Respecto al tema de lo que algunos llaman "cacotanasia" (tengo entendido que difiere de la eutanasia en que no se necesita del consentimiento del futuro muerto) me parece que la protagonista es honesta desde el principio; no recurre a eufemismos (siempre habla de matar) y lo más parecido a una justificación sería "...y estoy segura de que, de haber estado en sus cabales, no habría permitido..." (de modo que uno asume que lo único que quiere es que su padre no siga sufriendo ni perdiendo algo más de lo que podríamos llamar dignidad).
Luego, mi reflexión es una similar a la de David Lurie en "Desgracia" (de Coetzee). En ese caso se plantea cierta injusticia de la naturaleza al permitir que en cuerpos degradados subsista el deseo:
"Sin embargo, los viejos a cuya compañía parece a punto de sumarse, los mendigos y los vagabundos de gabardinas raídas y manchadas, de dientes postizos y orejas peludas... todos ellos también fueron en su día hijos de Dios, seres de extremidades rectas y mirada limpia. ¿Se les puede echar la culpa por aferrarse con uñas y dientes al sitio que todavía ocupan en el dulce banquete de los sentidos?"
En el caso de tu historia el error de la naturaleza (o no) residiría en el hecho de que no se nos permita decidir sobre nuestro destino una vez presos de la degradación mental, dejando semejante fardo (con la consiguiente culpa) a los familiares.

Finalmente a mí siempre me gusta destacar frases; algunas sostienen páginas enteras, otras son difíciles de olvidar.
En este caso me ha impactado:
"Es muy raro —repitió, mirándome con los ojos llenos de cataratas y preguntas."

P/D: Los entrecomillados más o menos largos corresponden a citas literarias (por las dudas...) Aquí iría el emoticón de Lucas que guiña un ojo o directamente el que se mata de risa.