A los cinco o
seis años, me perdí en La Paloma. Fui a comprar bizcochos a la panadería, a
menos de dos o tres cuadras de la casa que alquilábamos ese verano, y no
encontré el camino de regreso. Caminé y caminé, incapaz de orientarme, por
calles de tierra y bosques de pinos que me resultaban familiares. El sol
empezaba a entibiar ese aire fresco y salado que envuelve a los balnearios
cuando se despiertan, y mi casa no aparecía. Tampoco sabía cómo volver a la
panadería. Tuve fantasías vagas, fragmentarias, en las que me veía como una
huérfana desvalida, y se me hizo un nudo en la garganta. De repente, reconocí
el auto estacionado frente a la carnicería. Mi madre estaba comprando las
provisiones para el almuerzo.
—¡Hola! —me
saludó. —¿Qué estás haciendo por aquí? —Y siguió hablando con el carnicero como
si nada hubiera pasado.
Para ella, no
había pasado nada. Yo había estado perdida diez o veinte minutos, pero nadie se
había dado cuenta.
La percepción de
los que se pierden es siempre diferente a la de quienes pierden a alguien.
Muchos años
después, llevé a mi hijo de cuatro años al Parque Rodó. Estrenaba bicicleta con
rueditas. Encontré un banco solitario en uno de los senderos que bordean el
lago. Camilo aprendió enseguida a hacer proezas en la bici y yo entrecerraba
los ojos y lo espiaba, mientras me entretenía con los globos de colores que el
sol me colgaba en las pestañas.
No sé por cuánto
tiempo me quedé dormida, sé que me despertó el silencio. La bicicleta relucía
en el camino, pero Camilo no estaba. No había nadie esa tarde en el parque. Lo
llamé varias veces, cada vez más fuerte. Enloquecí. Pensé en pervertidos que
aprovechan la soledad de los parques, me acerqué al lago y lo imaginé flotando
boca abajo. Cuando me di vuelta, me pareció ver la campera amarilla entre unos
arbustos. Lejos. Corrí, desesperada. Lo encontré canturreando. Con un palito,
torturaba a una lombriz.
—¿Por qué
llorás, mami? —preguntó cuando lo abracé.
—Te perdí, te
perdí —le decía yo entre sollozos.
—Yo estaba acá,
no estaba perdido —dijo con asombro y lógica implacable.
* * *
Cuando yo tenía
diecisiete años, el avión en que viajaba mi hermano mayor se perdió en la
cordillera de los Andes.
En ese entonces,
mi familia estaba radicada en Buenos Aires. Pedro, en cambio, vivía en la casa
de una tía en Montevideo, adonde mis padres habían viajado aquel fin de semana
largo.
El avión había
pasado una noche en la ciudad argentina de Mendoza, forzado por el mal tiempo.
De modo que cuando, por pura casualidad, mi hermano Javier y yo escuchamos en
la radio la noticia de un avión uruguayo desaparecido, descartamos que fuera
precisamente el avión en que viajaba Pedro. Suponíamos que ya habría llegado a
Santiago de Chile el día anterior. En Montevideo nos hubiéramos enterado
enseguida de la tragedia, pero recién a la mañana siguiente mis padres nos
llamaron para darnos la noticia.
Nos fuimos a
dormir sin saber que Pedro estaba perdido. Mientras tanto, los sobrevivientes
del accidente pasaban su primera noche en la montaña en medio de una tormenta
de nieve, entre los cuerpos de los muertos, los lamentos de los heridos, el
frío insoportable, la perplejidad y el desamparo absolutos. Pedri estaba
perdido y nosotros, sus hermanos, no lo sabíamos.
* * *
Después, lo
dimos por muerto. Pedro no se nos murió de repente. No hubo un velorio, no hubo
un entierro. Pero se nos fue muriendo de a poquito a medida que pasaban los
días sin noticias. A mí se me terminó de morir —o casi— poco después de que se
diera por terminada la búsqueda. Me encerré en mi cuarto y lloré toda la tarde.
La situación
tiene puntos en común con la de los familiares de los desaparecidos. El cuerpo
de los muertos ofrece certezas que ayudan a superar la pérdida. Cuando no hay
cuerpo, no hay certezas. La pérdida es doblemente dolorosa. Asumirla requiere
un proceso más complejo.
En una fiesta,
bailé toda la noche con un chico que me gustó. La semana siguiente me llamó por
teléfono. Durante esa eterna conversación de adolescentes me preguntó:
—¿Cuántos
hermanos son?
—Seis. No.
Cinco. Bueno, no sé. Creo que cinco.
El hecho es que
yo no sabía cuántos hermanos tenía. Pedro supo todo el tiempo que tenía cinco
hermanos. Aunque el trabajo de sobrevivir a cada día no le permitiera acordarse
de nosotros.
* * *
Mis amigas
venían a casa con más frecuencia que nunca, y también los amigos de mis
hermanos. Se armaban guitarreadas. Era la forma que había adquirido el velorio
sin muerto.
El veintiuno de
diciembre acababa de despedir a unas amigas cuando alguien llamó para avisar
que, al parecer, habían encontrado a unos sobrevivientes del avión perdido. A
partir de ese momento, la radio no se apagó nunca, el teléfono no paró de sonar
y mi casa se llenó de gente. Me acuerdo de haber pegado puñetazos a las
paredes.
Las noticias se
aclararon rápidamente. Los sobrevivientes eran dieciséis, pero los dos que
habían llegado, tras una travesía de epopeya por la cordillera, a la casa de un
campesino chileno, se negaban a dar nombres. Diez días atrás, habían dejado a
un par de compañeros al borde de la muerte y no podían garantizar que aún
estuvieran vivos. La lista se divulgaría al día siguiente, cuando los
helicópteros de rescate llegaran a ellos.
Mi padre se fue
a Chile en el primer vuelo, no sé si esa misma noche o a la mañana siguiente.
Se fue sin saber si su hijo estaba vivo. Yo miré a mi madre preparar dos
valijas: una con su ropa y otra con ropa de mi hermano. Reservó vuelo a
Santiago, pero sólo viajaría si Pedro estaba en la lista. No pude evitar
imaginarla deshaciendo el equipaje. ¿Qué iba a hacer con la ropa de mi hermano?
¿Volvería a guardarla, doblada y ordenada, en el ropero?
* * *
En Montevideo,
muchos familiares no habían perdido nunca la esperanza. Nosotros, sí. Habían
pasado setenta y dos días del accidente.
Recuperar la
esperanza de que un hermano esté vivo produce una emoción indescriptible. Nunca
volví a sentir nada parecido. La esperanza contiene la posibilidad de que lo
esperado no se produzca. No tiene nada que ver con la alegría o la tristeza de
lo cierto. La esperanza es pura inseguridad, lo contrario de la certeza.
Tal vez dormí un
rato aquella noche.
Recuerdo gente
sentada a la mesa, pero no sé quiénes eran. Recuerdo el sonido incesante de la
radio. Recuerdo exactamente cómo era la radio. Recuerdo que, en algún momento,
pensé que iba a dejar una huella en las baldosas, de tanto caminar alrededor de
la mesa. Recuerdo haberme restregado las manos hasta que me ardieron.
Recuerdo el
silencio cuando leyeron la lista, al día siguiente, siglos después. “Pedro Algorta”,
dijo una voz en la radio. Y hubo un grito unánime y nos abrazamos y lloramos de
alegría y también de tristeza. “¡Está Pedro!”, gritábamos. “No está Arturo, no
está Felipe”, decíamos consternados. “¡Está Coche!”, volvíamos a gritar y a
abrazarnos.
Mi madre se fue,
con las dos valijas.
Mi casa era una
romería. Llegaron parientes de Montevideo. Llegó mi abuela a pasar la
Nochebuena con nosotros. Vinieron periodistas de radio y televisión. Mis amigas
y yo nos dedicamos a un trajín permanente y risueño entre la casa y la
estación. Íbamos a esperar a uno, a despedir a otro, a comprar coca-colas o lo
que nos pidieran. Estábamos eufóricas. Una de ellas, incurable extrovertida,
llegó en un tren en donde todos los pasajeros se enteraron de que iba a la casa
de uno de los sobrevivientes. La gente nos saludaba desde el tren.
* * *
El día de
Navidad, los cinco hermanos viajamos a Chile. Papá nos esperaba en el
aeropuerto, rebosante de recomendaciones y advertencias. No sé qué nos dijo, de
camino al hotel. No entendimos. Íbamos a ver a Pedro. ¿Qué recomendaciones
podían importarnos? ¿Sobre qué quería advertirnos? Sabíamos que éramos
privilegiados. Nos dolían los muertos. Pero ya no podía haber más sorpresas. No
atendimos porque la atención es una actitud de alerta. No podíamos estar
atentos porque nos sentíamos felices. La felicidad nos vuelve distraídos.
Sin embargo, una
extraña timidez nos impidió irrumpir atropelladamente en la habitación de Pedro.
Entramos con cautela. Todo lo que yo quería era abrazarlo y decirle cuánto lo
quería, cuánto lo había extrañado, cuán feliz me sentía de volver a verlo.
Estaba sentado
en la cama con un pijama a rayas y una bandeja en las rodillas. La piel,
oscurecida por el sol y la nieve. Los labios, hinchados y cubiertos de costras.
Flaco. Flaquísimo. Se colaban haces de luz por la persiana entrecerrada. Nos
miró y sonrió.
—Hola —dijo—. ¿Cómo
están?
Le agregó
mermelada a un yogur, se lo zampó en cuatro cucharadas y atacó un sándwich de
jamón y queso, antes de volverse a echarnos otra ojeada y regalarnos otra
sonrisa. Miraba obsesivamente lo que comía. Mi madre le untaba una tostada con
manteca, le ponía azúcar al café con leche, le alcanzaba el jugo de naranja.
Nos acercamos en fila india y le dimos un beso. Como si nos hubiéramos visto
ayer. No sé qué dijimos. Después, mamá dijo que Pedro estaba cansado y nos hizo
salir.
¡Eso era lo que
mi padre había querido decirnos durante todo el viaje desde el aeropuerto! Para
nosotros, Pedro había vuelto a la vida. Él siempre supo que estaba vivo. Y la
tarea de sobrevivir, en las condiciones espeluznantes que ni siquiera se nos
había ocurrido imaginar, le había exigido toda la atención y la energía. Lo
había convertido, a nuestros ojos, en otra persona, dura y displicente, incapaz
de interrumpir la merienda para saludar a los hermanos recuperados.
¿Recuperados? La
madre que recupera al hijo perdido en el parque llora, lo llena de besos, lo
sacude, le dice: “Tuve tanto miedo de no volver a verte”. El niño la mira con
asombro.
* * *
El verano
siguiente, fui a hacer trabajo voluntario a un pueblo de la provincia de
Santiago del Estero, de apenas unos trescientos habitantes. El día que
llegamos, el termómetro llegó a los cuarenta y tres grados.
No había luz
eléctrica, pero eso era lo de menos.
No había agua
corriente. Teníamos que ir a llenar bidones a una canilla pública, de donde
salía un agónico chorro de agua. Siempre había cola.
Nos levantábamos
a las seis de la mañana y trabajábamos hasta las seis de la tarde. Cada dos o
tres días podíamos darnos una ducha mínima, con un sistema de baldes que
alguien inventó a partir de algo que había visto en una película.
En las noches,
la gente del pueblo sacaba los catres de los ranchos y dormía a la luz de las
estrellas. Nunca llovió.
Cuando llegué,
tuve el impulso de volver a la estación y treparme al primer tren que pasara
hacia cualquier parte. Creí que no iba a poder con el calor, la tierra que
volaba en el aire caliente, el trabajo agotador y la falta de agua. No sólo me
acostumbré a todo, sino que hasta llegué a querer a ese paisaje árido, a ese
pueblo en el medio de la nada, a esa gente que con tanta naturalidad cargaba
bidones de agua para cocinar y lavarse, porque no había hecho otra cosa durante
toda la vida.
Mi novio de
entonces se había ido como voluntario con otro grupo, a otro lugar. Habíamos
quedado en encontrarnos en la casa donde su familia pasaba el verano a orillas
del lago Moreno, en Bariloche. Durante la estadía en Santiago del Estero, yo
había vivido experiencias intensísimas. Y había cambiado. Sólo podían
entenderlo los compañeros de grupo, con quienes había compartido mil pequeños
detalles que conformaban una vivencia colectiva. Por lo tanto, tenía resuelto
romper con mi novio, aunque para ello tuviera que viajar a Bariloche.
A él le había
pasado lo mismo. En cuanto pudimos encontrarnos a solas, nos dijimos —con otras
palabras— que lo intransferible de nuestras vivencias no compartidas nos
separaba sin remedio. Sin embargo, no rompimos. Tal vez porque cada uno pudo
entender que el otro había pasado por algo similar. Tal vez porque explicitamos
lo implícito. Y, sobre todo, porque el grupo no estaba allí, sino sólo nosotros
dos, separados de su familia por el muro intangible del trabajo voluntario que
ellos no habían realizado.
* * *
Mi marido tiene
un amigo de los tiempos de la adolescencia que vive en Londres. Viene a
Montevideo todos los años y, como un ritual, la noche siguiente a su llegada
cena con nosotros. Conversamos los tres animadamente. Después de unos whiskies
y un par de horas, yo sigo ahí. Puedo participar de la conversación. No me he
vuelto invisible. Pero siempre siento la burbuja. Hay una tela invisible que
los envuelve y yo estoy fuera de ella. Es el pasado compartido —anterior a mí—
que los acoge y me excluye. No puedo hacer nada para evitarlo. Ni quiero. Hasta
me gusta constatar que la amistad sigue intacta y es tan mágica, aunque ellos
no se den cuenta.
* * *
Cuando llegué a
Santiago de Chile en la Navidad del setenta y dos, en el Hotel Sheraton se
alojaban los sobrevivientes y un ejército de familiares y amigos.
También había
periodistas de todo el mundo. Me asombraba que lo que le había pasado a Pedro y
a sus compañeros de viaje se hubiera convertido en un acontecimiento que
aparecía todos los días en la primera plana de los diarios. Los sobrevivientes
se iban dando cuenta poco a poco de la trascendencia mediática de la tragedia.
Uno de ellos, antes de mi llegada, se jactaba de haber hecho un negocio estupendo,
porque le había vendido a un periodista un rollo de fotos de la cordillera por
ochenta dólares. La antropofagia, fuera de contexto, cobraba una significación
que no había tenido para ellos.
A mí no me
extrañó que se hubieran alimentado de los cuerpos de los muertos. Me erizaba la
peripecia de aquellos muchachos. Me iba enterando de los detalles en los
pasillos del hotel, en la mesa del comedor, en conversaciones oídas al azar, en
los informativos y en los diarios. Arturo, el mejor amigo de Pedro, había
muerto en sus brazos. Era lo que más me impresionaba.
Pedro se sentaba
con nosotros a la mesa. Con nosotros, su familia. Pero, más que con cualquier
otra persona, se juntaba con los sobrevivientes, aquellos jóvenes que por la
flacura, la barba y la piel renegrida, se distinguían de inmediato del resto
del mundo.
Yo los miraba en
los jardines o en el hall del hotel, en grupos de tres o cuatro, y podía ver la
burbuja que los envolvía. Una piel tan transparente como impenetrable. Me dolía
la burbuja porque me separaba de Pedro. Parrado cuenta en su libro que se
sorprendió cuando alguien le dijo que hubiera querido vivir con ellos la
experiencia de la montaña. Yo sentía, en aquel momento, que querría haber
estado con Pedro. Quería entrar en la burbuja.
* * *
Pocos días más
tarde, los sobrevivientes y sus familias se fueron a Montevideo. Nosotros
pasamos unos días en un apartamento que unos amigos chilenos nos prestaron en
Viña del Mar y volvimos, luego, a Buenos Aires. Pedro, con nosotros. Se quedó a
vivir en Buenos Aires.
Con el tiempo,
fue recuperando los códigos familiares y sociales. Se le fue adelgazando esa
segunda piel. Tal vez ese adelgazamiento fue posible porque no estaba en
Montevideo. No sé. No estoy segura de que, casi cuarenta años después, haya
desaparecido del todo. En todo caso, ahora la piel transparente lo envuelve a
él solo. A él con su historia de Los Andes. Hay un lugar en cualquiera de
nosotros, donde se esconde lo más profundo, lo más íntimo, en donde nadie más
puede entrar. Nadie. Nunca. En eso consiste, probablemente, nuestra soledad
esencial.
12 comentarios:
Gloria, muy lindo el cuento. Me hizo emocionar. Te quiero mucho.
Pedro, (el de la piel transparente)
Me ha encantado! Muy hermoso...
Pili Egea
Espectacular, Gloria. Leer algo así es un regalo.
Hermoso relato Gloria!me encantó.Como le comenté a Pedro,no conocía al Pedro hermano. Ah ,totalmente de acuerdo con ese lugarcito impenetrable,vedado a los demás...ya lo había mencionado José Enrique Rodó en su parabola del Rey Hospitalario,en Ariel.Felicitaciones!! un abrazo
Hugo
Hugo, no sé quién sos, supongo que un amigo de Pedro, pero te agradezco que me hayas acercado a la preciosa prosa de Rodó. Nunca lo leí, ahora estuve mirando por arriba la parábola que nombrás y es maravillosa. A ese lugarcito le llama "la celda escondida y misteriosa". Gracias!
Raca me ha pasado esta lectura, ME HA GUSTADO MUCHÍSIMO! emocionante, de verdad. Lo de Pedro,y todo lo demás. GRACIAS POR COMPARTIRLO!
(me identifiqué con la anécdota de tu hijo perdido en el parque. Yo "perdí" a mi hija de 9 meses en casa! y hasta miré por la ventana del 7º piso para abajo, porque gateaba como loca y no la encontraba! pues estaba en un rincón concentrada con un juguete... lo que lloré cuando la encontré! y la cara de pocker con la que me miraba: inolvidable ;-)
¡ Qué gran relato ! Mucho se ha hablado acerca de la tragedia de los Andes pero poco de la tragedia de los familares.
Saludos desde México.
Santiago Fernández.
Perdón pero quería agregar algo que recién advierto:
De la relectura surge que la segunda de las desapariciones narradas en esta historia sucede en... el Parque Rodó...
La desaparición del niño en el parque rodó es pura ficción. Una vez perdí a mi hijo en Barcelona porque llegué tarde a donde lo dejaba el bus de la escuela. Lo encontré a los 5 minutos tomando chocolate en lo de una vecina. Pero eso está en otro cuento.
No veo mi comentario agradeciendo al Señor Hugo sobre Rodó (cita incluida). Luego, mi agregado sobre el Parque Rodó tiene menos gracia aún...
¿Habré sido víctima de la atroz censura que la autora de este blog parece haber comenzado a ejercer para con sus seguidores más verborrágicos?
Nunca lo sabremos...
Saludos!
Pablo, aquí no hay censura!!! Cómo se te ocurre??? Tu comentario sobre Rodó nunca llegó, ¿pusiste Publicar o con el apuro te olvidaste? Qué laburo, ahora tenés que volver a buscar la cita...
Bueno Gloria, es mi forma de llamar la atención; el "ser para la indignación" es el eje central de la filosofía de estos tiempos y no me quería quedar afuera (es muy probable que haya olvidado apretar un botón...)
Ya me olvidé que puse pero tenía que ver con que el comienzo mismo de este cuento/metáfora de Rodó es ya una promesa de buena literatura: "Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e ingenuo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos..." y el hecho de haberlo leído se lo debo al Señor Hugo.
Me voy para el otro cuento, Saludos!
Publicar un comentario