No hay transición entre el sueño y la vigilia, el despertar me saca de
lo oscuro y me sumerge de repente en las obsesiones. Me muevo y siento el
cansancio en cada músculo, en cada hueso, en cada pedazo de piel. Al
incorporarme me golpeo la cabeza contra el yeso del cielorraso. En el último
mes hemos cambiado tanto de casa que tengo que pensar dónde estoy cada vez que
me despierto. Miro a Ceci por si oyó el ruido del golpe pero duerme como un
tronco. El ruido fue adentro del cráneo, por dentro estoy lleno de ruidos. Le
beso el pelo con cuidado, por suerte tengo a Ceci. Ella es como la tabla que
flota en el océano cuando siento que me hundo. Es la mujer que aceptó dejar
todo en Montevideo para venirse conmigo al culo del mundo. ¿Dónde dejé la ropa?
Nos dieron algo de ropa usada después del siniestro (y me sonrío cuando pienso
“siniestro” porque es la palabra que hubiera usado el Nano Folle en el
informativo del canal 10). Me visto en un silencio absoluto y este cuerpo como
anestesiado y torpe se pierde en el laberinto silencioso de la casa
desconocida. Todo es yeso blanco y suelo de monolítico negro. Allí está el
resplandor de la puerta ventana que me guía hacia la escalera y el parque.
Amo la quietud de los domingos de mañana. Llueve, siempre llueve en
Bergen. Me gusta este paisaje momentáneo de bomba H en Noruega. Claro que hoy
no tengo la capacidad de apreciar nada. Ya no tengo los lentes negros y a pesar
de la lluvia me jode la luz del día eterno. Y el tiempo da vueltas y vueltas en
un disco rayado y no soy yo quien arrastra las piernas por los adoquines
mojados, sino el sistema nervioso que trabaja automáticamente: las neuronas se
empujan unas a otras con impulsos eléctricos a lo largo de los hilos de los
nervios y me llevan hacia el Mercado de Pescado. Fue Ceci la que descubrió que
el Fisketorget, donde hace cuatro —¿o serán cinco?— temporadas que trabajo, es
patrimonio histórico y aparece con estrellas en la guía Michelin. Claro, por
eso los turistas, por eso tantos italianos y españoles que no hablan una puta
palabra de inglés y soy el único que puede atenderlos.
Allá en lo alto revolotean los cuervos. Los cuervos me vigilan desde la
época de Irlanda, con el municipio de County Clare y su absurda fachada
helenística. La estatua de Edmund Rice señala el cielo como diciendo: aquí
también siempre llueve. Me acuerdo de que no podía desviar la mirada de las
casas antiguas que flanquean el recodo del río hasta el puente romano y la
catedral del siglo V, la de los monjes que competían con Roma por ser el centro
de su mundo. En Irlanda no existía Ceci. Bueno, sí existía: estaba por entrar a
la facultad de ciencias sociales, estaba por ser alumna y hacerse amiga de mis
amigos. Pero yo no la conocí hasta el verano siguiente. Quiero decir el verano
del Sur, para mí el verano es el Uruguay y el invierno es Bergen, aunque en
teoría yo viva siempre en verano.
Qué mala suerte todo. Me angustia pensar que de tarde, después del
puesto de pescado de Tom, me tengo que bancar a ese hijo de puta de la
pizzería. Ese hijo de puta de mi nuevo jefe, una rata egoísta y avara, ojalá no
tuviera que volver a verlo, ojalá no estuviera obligado a tener dos trabajos.
Es que hay que recuperar un poco de guita antes de volver a Uruguay. Tengo que
pedirle la baja por depresión. Él no se da cuenta de nada de nada.
¿O sí se da cuenta? Se dio cuenta de que yo estaba desesperado y por eso
me regateó el sueldo. Y a mí me quedaba apenas lo que tenía puesto, que además
era regalado. Ligero de equipaje, decía Machado. Más que ligero andaba yo y no
pensaba morirme. El tipo sabe de sobra que llego muerto de cansancio, que es el
segundo laburo, que a las seis de la mañana tengo que estar en el puesto de Tom
y a las seis de la tarde en la pizzería. Claro, yo con cero ganas y él con cero
paciencia. Nunca un reconocimiento, es como si sólo tuviera ojos para lo que me
sale mal. Tengo estrés postraumático, imbécil de mierda, me dan ganas de
gritarle.
Carajo, me olvidé de traer plata, no puedo tomarme un café. Ahí está el
carro estacionado en el Fisketorget. Hace ya muchas temporadas que trabajo para
el viejo Tío Tom, es un buen tipo. Llegué tarde, ya son las seis y veinte.
La lluvia cae sin pausa y las gotas explotan contra el empedrado del
mercado. Los puestos dan a la calle y atrás está el fiordo. Al fondo del fiordo
veo llegar la bola de agua helada empujada por el viento del polo norte. Con
este día y al final de la temporada, nadie viene a comprar nada. El programa de
Dolina de hoy me hace cagar de risa. Entonces decido leer el blog de Gillespi
en Clarín de Buenos Aires.
La lluvia arrecia y las gotas suenan en el techo de aluminio como si
fueran granizo. El agua rabia sacudida por la metralla. Un taxi para frente al
carro.
—Una de langostinos con papas.
Los tacheros son clientes habituales de las primeras horas.
—¿Y? ¿Cómo anduvo el laburo anoche?
—Regular. Sólo los fines de semana se mueve un poco más. ¿De dónde es
usted?
—De Uruguay.
No sé para qué le hablé. El tipo es de Montenegro, me cuenta de un primo
que tuvo unos hijos con una brasilera en Estados Unidos. Ahora el primo está en
Montenegro, a la mujer la deportaron a Brasil por no sé qué lío de trámites y
los brasileros le están haciendo problemas al loco para darle la visa. ¡Y
quiere que yo lo ayude! Este tipo está mal de la cabeza, me pregunta si tengo
algún amigo que lleve al primo en auto hasta Río de Janeiro y que él paga el
viaje y lo que haya que poner en la frontera. O capaz que yo conozco a alguien
en la embajada de Brasil.
—Lo que haya que poner —insiste.
—No, ni idea —le digo, terminante.
Qué bueno que está este jazz. Me apoyo en el mostrador. No suelo hablar
con los clientes.
—El problema es que hay demasiados noruegos estúpidos —sigue el tachero.
—¿Ah, sí?
—Te tomás unos tragos con un amigo noruego, se emborracha, te abraza y
te pregunta: "¿Te gusta mi esposa? Bueno, si querés te podés acostar con
ella". ¿Te das cuenta qué idiotas?
—¿En serio?
Las charlas de siempre. Diferencias: demarcaciones, sueños en cantidad,
negocios seguros, préstamos, intereses que se pagan con deducciones de
impuestos. Que a mí me sacan un veinticinco, que a mí un treinta y seis. Parece
que conviene invertir en la construcción en Montenegro. No sé por qué no me
resulta sorprendente. Yo tenía mi propio negocio con las camperas. Hasta hace
un mes iba a hacer plata suficiente para irme, para terminar la carrera
tranquilo en Montevideo y conseguir después un laburito de sociólogo, como los
amigos que se quedaron. Mejor ni pensar en eso.
Va a empezar Trece a Cero. Puta madre con los buses, cada vez que pasa
uno se me desconecta internet. No creo que el Toni Pacheco esté para la
selección. Pero si no, ¿quién? No me gusta el Nacho, Robert Flores no da más
que para suplente. Paró la lluvia. Escucho a alguien que acusa al Santi de
haberse aburguesado, que ya no llega a la radio con los palillos en los
pantalones para que la bici no le coma la tela.
Desde el carro miro la bahía y pienso en la batalla del Vaagen entre la
armada danesa y la germánica. Tengo los dedos demasiado fríos. Ayer en la clase
de noruego hacía calorcito. Me gusta ir a clase. ¿Por qué tengo tanta actividad
si al final uno se muere y se acabó?
Antes me venía como una especie de angustia por no hacer lo que no
hacía, porque elegía trabajar y ganar guita. Ahora me importa una mierda no
hacer lo que no hago. Siento por lo menos que recobré la dignidad. Ayer un gil
de goma me dijo que estudiaba ciencias sociales en la facultad, miró el puesto,
se rió y me preguntó con ironía:
—El trabajo soñado ¿verdad?
Lo miré de pesado y le contesté en voz muy alta:
—¿En qué sentido?
Disfruté un poquito con los balbuceos que tartamudeó antes de cambiar de
tema. La verdad es que me gustaría recibirme y hacer una maestría.
Antes del incendio le mandé un mail a una profesora de la Universidad de
Bergen y le pedí para ir, de oyente nomás, a un curso de posgrado sobre
inmigración y relaciones étnicas. Me contestó que sí. A las últimas clases no
pude ir, obvio, porque había arrancado con la pizzería. Ahora que pasó un mes
ya no me angustia no poder ir y no me despierto con esos fulminantes ataques al
hígado que me daba la rabia.
Me acuerdo de la clase en que hice catarsis. Estaba muy enojado por no
haber recibido ayuda de este estado socialdemócrata. En cambio a los músicos sí
les van a dar unos millones de coronas de ayuda. Vino enseguida desde Oslo el
ministro de cultura. Me parece perfecto, pero no me banco la diferencia.
Entonces tomé la palabra en clase y hablé para todos en inglés hasta que se me
desatoró el nudo en la garganta. Después me quedó un revoloteo de cosquillas en
el pecho nomás. Y esa ropa que todavía sentía extraña: pantalones de mujer,
remeras de congresos en Nicaragua o del rally de México. Nada parecía estar
hecho para mí.
Las horas no transcurren en este día quieto, entre salmones, bacalaos,
cangrejos, centollas, caviar. Ahora es casi mediodía, atiendo a una pareja de
suizos y les explico la diferencia entre el salmón salvaje que vendemos y el
que se cría en cultivos. Les envuelvo unas porciones con especias mientras,
entre las nubes, asoman pedazos de un celeste pálido. A lo lejos veo venir una
campera roja de lluvia, unos vaqueros, y justo en ese momento un rayo, apenas
un rayo solitario de sol, le ilumina el pelo y esa sonrisa como entre
acongojada y pícara. Todo el sol de Noruega lo absorbe ella. ¿Cómo puede quererme
una gurisa así? ¿Cómo puede seguir queriéndome si yo la arrastré a este
desastre? Y sin embargo, acongojada y pícara, me sonríe.
—Su pedido, señor —dice, y saca de la mochila un paquete con una porción
de tarta y un sándwich de pan negro, tomate y palta. Me dan ganas de ponerme a
llorar a gritos. —Tomá —sigue—, te traje la fotocopia de Hanna Arendt. La
terminé de leer esta mañana en la cama. Una crá, la mina esta.
—Qué bien, porque hoy esto está muerto. ¿Es difícil?
—Psss. No tanto, se lee bastante bien. ¿Entraste a Montevideo Comm?
—No, estuve boludeando con los blogs de Clarín y escuchando Trece a
Cero.
—¿Y qué se cuenta?
—Nada. Hoy lo agarraron de punto al Santi. Dicen que ya no va más en
bicicleta a la radio.
—Pobre Santi —se ríe.
Hablamos un rato más. Si terminó con la Arendt sólo le queda repasar y
podría dar el examen en diciembre. Es la primera vez que no sabemos si en
diciembre vamos a poder estar en Montevideo. Yo voy mucho más atrasado que ella
y no tengo ninguna intención de estudiar ahora. No asimilo nada, es como cuando
terminás de ver una mala película en televisión y en los créditos ya no te
acordás de qué se trataba. Tal vez lo intente, sólo para poder hablar de Hanna
Arendt con Ceci.
Se va a trabajar. Cuando salga, irá a comer a la pizzería. Hoy no tengo
clase de noruego. Entre los dos laburos, voy a ir a casa —¿a qué casa?— a
tirarme un par de horas en la cama. Solo en la bohardilla. No aguanto más, creo
que tengo ganas de que me internen por depresión, que me duerman durante un
mes. No sería una mala solución. Podemos pagar un pasaje para que Ceci se vaya
a Montevideo y no se atrase en la carrera y a mí que me alimente el Estado
noruego en un psiquiátrico. Podría descansar un poco. Dormido, no la extrañaría
y soñaría cosas lindas.
* * *
Creo que me parezco a mi viejo. No es que me guste, lo digo como la
constatación de un hecho. Él se fundió con la crisis, qué cagada empezar de
nuevo a los cincuenta pirulos. Y fue encontrando changas, negocios. “Pedaleos”,
les llama él. Por lo menos va tirando. El viejo es un tipo triste, capaz que es
en eso que nos parecemos. Ahí fue que me fui a la mierda, cuando mi padre se
fundió no soporté tanto bajón.
Siempre vuelvo a Montevideo en la primavera del Sur. Voy a algunas
clases, doy algún examen. Veo a los amigos, nos vamos unos días a Rocha, o un
par de semanas. El último verano, después de años de ir y venir, ya casi tenía
la guita suficiente para comprar una casa para Ceci y para mí. Nada del otro
mundo, una casa común y corriente, en un barrio común y corriente, con azotea
para hacer asados. Nos faltaba un poco más para la casa y para vivir dos o tres
años hasta recibirnos y encontrar un laburo. Ceci y yo somos gasoleros, en dos
temporadas más juntábamos la guita que precisábamos.
Un domingo de mayo, cuando faltaba poco para volvernos, almorzamos en lo
del viejo y, no sé por qué, comenté:
—Los noruegos piran con mi gamulán.
—¿Por qué? ¿Allá no hay?
—De estos así, como medio berretas, no.
—¿Y les gusta que sean berretas? —preguntó.
—No es que sean berretas —dijo Ceci, mientras se servía un plato enorme
de ensalada, de esos que sólo ella es capaz de comerse—. Son diferentes, más
artesanales, yo qué sé. Creo que los ven como moda étnica y les encanta.
—¿Moda étnica? —mi viejo y Ceci se pusieron a hablar de moda, me
pasparon y desenchufé. Cuando me aburre un tema tengo esa habilidad: vuelo por
cualquier planeta y ni me entero de lo que hablan. Me acuerdo de que esa vez
volé por un planeta en que Ceci y yo vivíamos en una casa común y corriente, en
un barrio común y corriente de Montevideo, con azotea para los asados. Y que
pensaba que cualquier casa se podía convertir en extraordinaria con ella, con
el olor a especias que le pone a los panes integrales, con toda esa comida que
hace y vende… iba a decir “como pan caliente”, y es pan caliente, mismo.
Nosotros nos olvidamos de esa conversación boluda de gamulanes. Pero a
la semana mi padre se apareció lleno de cuentas de costos y aranceles y normas
comerciales de la Unión Europea. Los resultados en el papel daban que, con una
mínima inversión, nos llenábamos de plata en una sola temporada. Claro que él
no tenía esa mínima inversión, la tenía que poner yo. En las ganancias íbamos a
medias, el viejo hacía el laburo en Uruguay con los proveedores y los
despachantes de aduanas y yo no tenía mucho más que hacer, aparte de vender las
camperas.
A mí me venía espectacular y además me alegré de poder darle una mano.
Así que le dejé como un tercio de la guita que teníamos para la casa. Esa casa
cualquiera de un barrio cualquiera, que tenía que tener azotea para los asados
con los amigos.
Nos vinimos y la importación se demoró bastante más de lo que
calculamos. Entretanto, yo seguí en el puesto con Tom. Ceci, con la venta de
panes, tartas y sándwiches vegetarianos. Cuando al fin llegaron las camperas,
fue una fiesta. Me sentí un empresario con un negocio seguro. Con vender unas
treinta por mes, y algunos guantes y gorros, para mediados de octubre nos volvíamos
para siempre. Chau Noruega, chau Fisketorget, chau olor a pescado. Game over.
La verdad es que me hice unas ilusiones tremendas. Es que ya estoy harto de no
vivir en ningún lugar. Será que me estoy poniendo viejo.
Lo peor es que sigo pensando que era bruto negocio.
Puto incendio.
Puta vida.
* * *
Lo más raro es que recuerdo con todo detalle sólo pedacitos de aquel
día, los anteriores al incendio, y nada de lo que pasó después.
Acababa de acordar con el Tío Tom trabajar menos horas para dedicarme a
las camperas. Me fui para casa sin sentir ese cansancio de cada verano. El sol,
con los rayos más oblicuos que nunca a eso de las cuatro de la tarde. Qué lujo
llegar tempranito y robarle unas cuantas horas al día, poder estar ahí, en la
terraza que hicimos con Arne el otro invierno, donde todavía están las mil
latas de cerveza como testigos de ese proyecto loco y divertido. Ya se termina
esto, se termina, qué lindo está hoy.
En casa estaba lleno de pibes tocando. El detalle de la puerta del viejo
saladero de pescado asegurada con el cenicero para que no se cerrara, y coches
y bicis alrededor, lentes, chancletas y cerveza. La segunda puerta del ducto de
la grúa elevadora estaba abierta. Esquivé el bote y entrecerré los ojos para no
encandilarme. Me sabía el camino de memoria. Al pasar al lado de la caja blanca
de espuma-plast, levanté la tapa y miré las tortugas. Hacía días que vigilaba a
una de ellas que parecía enferma. Evalué la evolución de las heridas y, justo a
tiempo, la saqué de aquella pecera demasiado chica. Descubrí que la causa no
era la podredumbre acumulada en la pecera, sino las tres compañeras que
intentaban comérsela. Estar encerrado en un sitio pequeño y que tus congéneres
intenten comerte de a ratos.
Dejé la bici contra la pared y saqué la lona del carro. Genial, el carro
que nos permitió sacar unos buenos mangos en el punto alto de la temporada con
las comidas de Ceci y que ahora guardaba las camperas. En el cuarto me saqué
las botas y volví a pensar en la conversación con Tom. Seis, cinco horitas por
día. Vestirme otra vez con ropa normal y hablar de mis propias cosas. Qué asco
toda esta ropa del pescado. Me saqué los pantalones de goma naranja lo más
rápido posible. Hacía calor en la habitación. Me duché enseguida para no
dormirme, ese día había metido veinticuatro cajas desde las seis de la mañana.
Uf, qué pocas ganas de afeitarme.
Entraba mucho sol por la ventana; todo se llenaba de los reflejos del
agua en las paredes del cubo de madera. Miré los antiguos pilares puestos allí
hace trescientos años con esos tornillos gruesos, grotescos, que hacían estos
noruegos. Me tenía que apurar antes de quedarme dormido. Más tarde venía Jordi,
el catalán, a mirar las camperas. Ya había hecho una venta promisoria gracias a
Ana, que trabaja en la tienda de la Strandgaten.
Ahí estaban los músicos de la noche anterior. Buenos pibes, simpáticos,
todos eran de las islas de alrededor de Bergen. Alquilaron para ensayar el
cuarto pegado al nuestro, donde vivieron Salem y Atef, un tunecino y un
egipcio. Arne les inventó una historia sobre unas reparaciones en el piso para
cambiar las vigas que sostienen el edificio sobre el agua del fiordo. Y así los
echó. Ahora quedábamos sólo tres parejas de sudamericanos, un francés y la sala
de ensayo de los pibes noruegos. Que total, armaban la fiesta todas las tardes
en la terraza, pura música, chancletas y cerveza, y sólo usaban la habitación
para guardar los instrumentos y los equipos.
Después, la memoria se cierra y lo único que sé es lo que me contaron y
lo que leí. Dicen los diarios que Germán gritó “Fuego” a las cuatro de la
mañana. Que era imposible intentar salvar nada, el cubo de madera era un cubo
de fuego. Salimos casi desnudos a la calle y nos zambullimos en un bote. El
tipo del bote llamó a la policía y nos llevó al centro de Bergen. Estuvimos dos
días en un hotel. Me veo, a la mañana siguiente, desayunando en el hotel con
ropa prestada. Leo que lamenté ante un periodista la pérdida del patrimonio
histórico. El patrimonio histórico, no lo puedo creer, hay que ser tarado.
* * *
2 comentarios:
Unos días después de leer el relato aflora la imagen más poderosa de la historia; justo la que da el título al cuento… Sobre el pelo y la sonrisa de Ceci, “Todo el sol de Noruega”…
Y es que Ceci parece el único Ser capaz de iluminar la interminable seguidilla de “pálidas” que Manuel, con o sin razón, parece empeñado en tirar.
Quiero decir que sobre un fondo gris, nórdico, sino de explotación por lo menos de desinterés por el que viene de lejos, destaca esa luz que sólo algunas personas son capaces de irradiar.
Sobre Manuel, sólo una cosa más; entiendo que decide ser anti-sistema pero no estoy seguro de que se la banque. O quizás sí (“Más que ligero andaba yo y no pensaba morirme.”), pero en el camino ¡cómo se queja!
Después, dada mi profesión de buscador de “partecitas”, no puedo evitar resaltar:
“El ruido fue adentro del cráneo, por dentro estoy lleno de ruidos.”
“La lluvia arrecia y las gotas suenan en el techo de aluminio como si fueran granizo. El agua rabia sacudida por la metralla.”
Ahora bien, el tema se complejiza con:
“Estaba muy enojado por no haber recibido ayuda de este estado socialdemócrata.”
Y es que supongo que la autora hace una alusión a nuestra latinoamericana manera de entender la ayuda socialdemócrata… Ojo, él laburaba, y mucho, pero… en trabajos poco calificados (más algo de mala suerte); en ese sentido, no entiendo bien qué pretendía Manuel de Noruega…
Pero por otra parte uno se ve tentado a pensar que Noruega lo tiene todo (excepto pobres) porque el trabajo más duro lo hacen los inmigrantes…
De hecho su vestuario (“remeras de congresos en Nicaragua o del rally de México”) me hace pensar que la ayuda provino más bien de sus pares…
Me gustaron las metáforas futboleras y de tortugas, pero más que nada el final:
“Todavía soy capaz de apreciar algunas cosas. Basta de autocompasión. Hay que meter huevo.”
Pablo, lo que Manuel espera del estado noruego es lo mismo que le dan a los músicos, que sí son noruegos. Es decir que acá se queja (y se queja y se queja) de la discriminación hacia los inmigrantes.
Sé que no despejé ni la mitad de tus dudas, pero algo es algo, ¿no?
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