viernes, 5 de junio de 2009

Lo sublime

Ahora la consigna era describir un lugar. Me encantó este ejercicio, estaba inspirada y me gustó cómo quedó. El lugar existe, las circunstancias son ficción.
          No sé muy bien cómo llegamos allí. Sí sé que fue por un contacto de Aída, una tía de Carlos que era profesora de guitarra y en la Barcelona del posfranquismo había conquistado a muchos catalanes con el amor por la música, el aspecto juvenil y el espíritu un poco aventurero y libertario que destilaba todavía a los cincuenta y ocho años.
          Un alumno de Aída había llegado de Montevideo para presentarse a un concurso de guitarra, dar un concierto o algo por el estilo. Alguien le habló a Aída de una capilla del sigo XII que tenía una acústica sublime. Estaba en una masía abandonada en un lugar bastante inaccesible de las estribaciones del Pirineo.
          Se armó una excursión de una banda heterogénea de sudacas para buscar la capilla perdida donde el concertista iba a alcanzar un sonido sobrenatural. Ni siquiera me explico cómo cabíamos en el auto Carlos y yo, Aída, el guitarrista —Guillermo—, la hermana del guitarrista y alguien más, que supongo que sería el que tenía el dato.
          La subida, desde que dejamos el asfalto, transcurrió entre exclamaciones de asombro y temor. Asombro, por la belleza de las montañas cubiertas por un bosque espeso de árboles que, hacia finales de otoño, se pintaban de ocres y rojos insólitos. Temor, por lo escarpado del ascenso, el mal estado del camino y los abismos que bordeábamos.
          Las coordenadas debieron ser muy precisas, ya que llegamos sin problema al lugar hasta donde se podía subir en auto. Allí nos esperaba el hombre que vivía en la masía. No era un cuidador, ya que no la cuidaba. Simplemente lo dejaban vivir ahí. Era un tipo de edad indefinible, bastante viejo para mí —que tenía por entonces veintipocos—, flaco como un fideo, con un suéter de lana lleno de agujeros y unas sandalias raídas sobre unas medias también rotas. Hablaba muy despacio, tenía la barba larga y descuidada y unos ojos azules y hospitalarios que resaltaban en la piel curtida.
          Tuvimos que caminar media hora hasta la cima del cerro, cargados con los bolsos y las toneladas de abrigo que llevábamos. Era el principio de una tarde luminosa y soplaba un viento seco y helado que sacudía las hojas y hacía crujir las ramas. En aquel tiempo yo no sabía nombrar ningún árbol, pero ahora me imagino que había robles, hayas, encinas, abetos. Lo seguro es que eran árboles inmensos y antiguos. Bajo la cúpula más alta crecía un sotobosque tupido, abierto apenas por el sendero salpicado de rocas que recorríamos, se oía un sonido de agua que bajaba saltando por algún lecho de piedra y olía a hojas marchitas y quién sabe a qué frutos y flores salvajes de la civilizada Europa. El bosque se iba raleando y el terreno se volvía más abrupto y rocoso a medida que subíamos. Cuando llegamos a la cima vimos la masía y detrás de ella la capilla y un valle hondo encerrado entre montañas nevadas.
          La masía era una ruina de piedra. Si hacía frío afuera, adentro era peor. La planta baja no era más que un establo. La planta alta se dividía en cuatro o cinco habitaciones vacías y enormes. Sólo una, la única estrecha y alargada, estaba habitada. Allí hacía calor: el fuego crepitaba en un hogar tan alto como una persona parada y tan ancho como una persona acostada. Aquello no era una estufa a leña: era un auténtico lar del siglo XII, sin ninguna modificación posterior. Enfrente al hogar había algo así como un sofá cama y una mesa con dos sillas. En el otro extremo del cuarto vimos una especie de oratorio: un altar con velas e inciensos, una escultura de Buda o de algún dios hindú y un almohadón en el suelo. En el otro rincón, un retrato sin terminar sobre un caballete y una mesa de trabajo tapada de fotos, lienzos, óleos y pinceles.
          Más tarde supimos que el habitante de aquella casa desolada había sido un tipo común y corriente, o tal vez un cura, hasta que una crisis lo llevó a la India y le cambió la vida. Ahora vivía como un verdadero asceta y se ganaba la vida pintando retratos horribles que copiaba de fotografías. Las fotos, los lienzos y los billetes iban y venían por correo. Él bajaba a Urgell, la ciudad más cercana, con cierta regularidad, para aprovisionarse y ocuparse de la correspondencia.
          Cuando hablamos de bajar a Urgell para comprar víveres antes de que oscureciera, nos mostró orgulloso una olla llena de un arroz blanco y seco. Era lo que él comía. Como a nosotros no nos había cambiado la vida ningún viaje a la India, Carlos bajó al pueblo con alguien y trajo un supermercado entero. Sobre todo carne suficiente para seis sudacas y un invitado, una cantidad que probablemente nuestro anfitrión no habría visto nunca antes. Esa noche hicimos un asado rioplatense en un hogar de piedra del siglo XII y el asceta comió carne, tomó vino, conversó y se rió como cualquiera de nosotros. Tal vez no era tan raro como nos había parecido.
          A Carlos y a mí nos dieron la habitación más grande. Tendimos el saco de dormir en un rincón. Apagamos la vela y miramos por la ventana que daba al valle. El cielo estaba estrellado pero, como siempre, menos estrellado que el cielo del Sur. Hicimos el amor casi vestidos y después nos pusimos todo el abrigo que teníamos, incluyendo guantes y bufandas. El saco de dormir parecía una sábana en el suelo de piedra. Dormimos porque éramos jóvenes.
          A la mañana siguiente, el valle parecía inundado por un lago de leche. Después del desayuno acompañé al asceta a abrir la capilla y pasamos por el huerto. La capilla estaba anclada en la ladera de la montaña, a orillas de la niebla. El sol aparecía por un camino oblicuo desde atrás de un cerro. Yo tiritaba y le miraba las medias agujeradas. Él miraba las hortalizas. Sacó de la tierra una zanahoria raquítica, unas hojas que querían parecerse a una lechuga y un tomate abichado. Según sus parámetros había cosechado una ensalada. 
          La línea de la cumbre marcaba un corte radical en el paisaje. El bosque estaba en la otra ladera y en él el bullicio de hojas, ramas y pájaros. Aquí sólo se veía pasto y algunas rocas diseminadas en la pendiente. El viento había parado y los pájaros no cantaban en este lugar sin árboles. El silencio era tan aplastante como el que encontré años después en una cabina de audiometría. El tipo abrió la capilla con unas llaves que me recordaron las de las ciudades sin puertas con las que se honra a los visitantes ilustres. No me acuerdo de la capilla, sí del frío, la oscuridad y el olor a humedad.
          Los otros nos alcanzaron como un cortejo venerando a una guitarra. Guillermo tocó largo rato. Todos escuchaban arrobados. Salí de la capilla y me quedé mirando cómo el mar de leche se iba convirtiendo en mar de humo, más gris y más difuso. Bastante más tarde salieron los demás y volvimos a la masía. Desde la ventana de la cocina, al calor del fuego, miré la niebla hasta que se disipó por completo y pude adivinar el fondo del valle.
          Mientras cocinamos, almorzamos, bajamos la cuesta a pie, nos despedimos de nuestro anfitrión, subimos al auto, hicimos el descenso peligroso por las cornisas y aún después, cuando enfilamos la carretera de asfalto rumbo a Barcelona, se habló siempre de lo mismo: la música sublime que Guillermo había tocado en la capilla.
          Yo escuchaba distraída. Nunca entendí mucho de música y no distinguía un sonido sublime de otro más o menos bueno. La excursión había valido la pena, pero no por la música. Sí por el bosque, el arroyo que no vi, la casa de piedra construida ocho siglos antes, el calor del fuego y del vino, la estatua de un dios oriental desconocido, la niebla lechosa del valle, la zanahoria raquítica, el frío y el hombre flaco que andaba por la montaña casi descalzo.

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