martes, 13 de octubre de 2009

En el mar no hay caminos

En este texto del taller experimentamos la narración en segunda persona y en la primera del plural.

          Ay, Santiago, te recuerdo en el living del apartamento de mis padres, inclinado sobre el tocadiscos para copiar en la guitarra los acordes de las canciones de Viglietti, en aquella época en que cantábamos hasta el amanecer junto a todos los amigos. Después vinieron la dictadura y la prudencia: ya no más Viglietti en la guitarra, pero sí Serrat y planear vagamente la huída en el velero. ¿Fuiste vos el autor? ¿Fui yo? ¿Quién de los amigos inventó la fantasía? Íbamos a recorrer el mundo en barco, trabajar en los puertos para aprovisionarnos y volver al mar. Era un sueño luminoso, lleno de sol y viento y agua verde. Un sueño propio de los adolescentes que hubiéramos querido ser para siempre. Nunca tuvimos el barco, nunca recorrimos los mares. Vos caíste preso y los demás nos fuimos casi todos al exilio.
          Pensar que nos enteramos en Salou, ese Salou que nombraba Serrat en Decir Amigo, ¿te acordás cómo nos emocionaba esa canción de amistad y juventud? Estábamos allí, donde “el Nano” perseguía hembras en la adolescencia. Vos te habías quedado sin crecer, suspendido en los veinte años hasta que cumplieras la pena. A nosotros nos habían nacido niños, trabajos, responsabilidades y también la libertad de estar lejos, en la España posfranquista, sin familia, sin que nadie nos mirara, sin censura, haciendo lo queríamos.
          Ese fin de semana en Salou, muchos años después del fin de las tertulias en casa, compramos La Vanguardia a la vuelta de la playa. Alguien encontró el recuadro, tan chica la noticia, Santiago, y a todos nos sacudió como un terremoto y se nos instaló un asombro que nos llenó la cabeza de preguntas y el alma de tristeza. Esperaste hasta el último día, la noche antes de que te liberaran. Y no te animaste a salir, ocho años eran demasiado tiempo como para que pudieras volver al mundo. Cuánto terror que nunca dijiste, cuánto terror que nunca sabremos. Sólo nos quedó imaginar el balanceo del cuerpo en la oscuridad.
          Hay líneas en la vida que parece que se fugan y sin embargo en un momento vuelven sobre sí mismas, dibujan parábolas inauditas hasta que al final cierran el círculo.
          De vuelta en Uruguay, con tus padres y los vecinos hicimos la plaza y plantamos el árbol. Cuando murió mi madre le vendimos el apartamento a Viglietti. Cómo te hubiera emocionado, Santiago, conocerlo. El otro día, para los veinticinco años de tu muerte, le pedimos que cantara en tu placita y le contamos cómo vos tocabas sus canciones en la guitarra. Sentimos que cuando él cantaba para vos se hacía una cierta justicia, se concretaba una especie de reparación, algo se redondeaba en el mundo o tal vez todo se hacía aún más incomprensible y fragmentario. Vos junto al tocadiscos, concentrado en la guitarra, Vigietti en el apartamento de nuestra adolescencia y ahora en la plaza con las canciones que cantabas. Todos menos vos. Me gusta pensar, Santiago, que andarás en el velero que surca los mares del mundo. Porque en el mar no hay caminos.

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