jueves, 16 de septiembre de 2010

Gatos y perros


Cuando murió mi madre, yo vivía en España y mis hermanas y yo heredamos la casa de La Floresta, donde pasamos todos los veranos desde niñas. La casa es un chalet típico de los años cuarenta o cincuenta, con techo de tejas, pisos de piedra laja y un porche grande rodeado de hortensias. Bajo los pinos del jardín hay una hamaca y unas sillas de hierro oxidado, con almohadones de lona rayada. Cuando llueve, la humedad queda atrapada en la pinocha y engendra hongos como hijos, o tal vez como memoria de la lluvia, aun cuando los días hayan vuelto a ser radiantes y los pinos esparzan ese olor de verano.

Mientras estuve lejos, mis hermanas se casaron y tuvieron hijos y siguieron pasando las vacaciones juntas en La Floresta. Cuando recibía las cartas, todos los sentidos recordaban y veía la lona rayada, tocaba la dureza de los almohadones de lana, sentía el perfume de las madreselvas del cerco y del aire salobre del mar, escuchaba las olas en la noche y volvía a experimentar la ansiedad de que la luna saliera por fin de la sombra del bosque. Me moría por compartir esos veranos del Sur.
Cuando el Canario y yo volvimos, lo primero que hicimos fue sacar un préstamo en el Banco Hipotecario y comprarnos una casa en Montevideo. Lo segundo fue comprar un pastor alemán al que llamamos Gos, que quiere decir “perro” en catalán. El nombre del perro formaba una figura simétrica que entonces no percibimos: en Barcelona habíamos tenido un perro que se llamaba Tango. Uno nunca está donde quiere estar o quizás nunca quiere del todo estar donde está.
Fuimos a pasar el verano a La Floresta.
El problema fue la gata de Irene.
Gos era un santo, le movía la cola a todo el mundo, salía por el barrio y era amigo de todos los vecinos. A veces se pasaba el día con los parroquianos del boliche de la esquina, que sacaban el medio tanque y hacían asado en la vereda con sobremesa de tute de toda la tarde. Era un perro obediente, venía cuando lo llamábamos y jamás asomó el hocico en la mesa del patio cuando había bizcochos. Creo que lo educaron los veteranos del boliche. Pero se ponía como una fiera cuando pasaban gatos por las azoteas y se volvía loco con los maullidos de las gatas en celo.
Con toda inocencia bajamos del auto y mis hermanas, los maridos y los gurises, que estaban tomando mate en el jardín, se levantaron a recibirnos. Gos se abalanzó como una flecha hacia un rincón soleado. Todos gritamos. Menos mal que la gata fue rápida. Se trepó a un árbol. Y Gos quedó como un loco: le ladraba y daba saltos como si fuera a subirse al pino.
No habíamos tenido tiempo de saludarnos y ya teníamos un problema. La gurisa chica de Alicia se puso a llorar. En realidad, todos los niños estaban aterrados.
—¿Cómo no avisaron que traían al perro? —dijo Irene, indignada.
—Hacé algo con ese perro —mi cuñado tenía una voz autoritaria. —Si no se tranquiliza, la gata no puede bajar.
El Canario fue al auto y trajo la correa. Hubo que buscar una cuerda larga en el cuarto de las herramientas. Nunca atábamos a Gos.

 * * *

Pasaron muchos años desde aquella tarde. Ahora sólo pasamos Año Nuevo en La Floresta. Nunca la volví a sentir como mi casa. Y cuando me pregunto qué pasó con aquellos veraneos que añoraba, me doy cuenta de que ese fue el momento en que me equivoqué y renuncié a mis derechos. Porque no le dije a Irene:
—Y vos, ¿cómo no avisaste que traías a la gata?

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