miércoles, 6 de octubre de 2010

La casa desnuda


Hoy fui a ayudar a mi madre con la mudanza. La casa estaba vacía y a la vez llena de gente. Había como tres tipos de la empresa que abrían los roperos y metían cosas en las cajas. Mamá sólo se tenía que ocupar de la ropa. Sacaba un salto de cama de un estante, lo ponía en una especie de armario portátil de madera y se sentaba a descansar. Se levantaba, guardaba tres camisones y jugaba un solitario. Yo pensaba que a los ochenta y cuatro años no se puede hacer una mudanza de otra manera.

A mí me daba un poco de vergüenza la falta de intimidad. Esos hombres con acceso a todos los roperos, los armarios de la cocina, los cajones de las cómodas, las bibliotecas. Y los muebles desnudos. El arcón de mi abuela sin el tapete y los adornos. Las mesitas sin las lámparas y los ceniceros. La cristalera del comedor sin las copas y las porcelanas. Las paredes sin cuadros ni tapices. Las bombitas colgando del techo sin arañas ni plafones. La casa estaba desnuda y mostraba la vejez.
Como no sabía qué hacer, anduve vagando por las habitaciones, con un rollo de cinta adhesiva para que nadie pensara que no estaba haciendo nada. Sin alfombras, el parquet se veía gastado, desparejo y pedía a gritos algo que lo cubriera. Los clavos parecían echar de menos a los cuadros.
En el escritorio de mi padre quedaba un rincón con tubos de cartón y un cesto lleno de rollos. Me puse a mirar planos de casas que ya no existen, o casas que alguien soñó un día y nunca llegaron a hacerse, o casas que se hicieron con ilusión y vieron deshilacharse los futuros. También había rollos con árboles genealógicos. A eso se dedicó mi padre cuando se jubiló de arquitecto. La gente le pedía el árbol familiar y allí quedaban las copias. Me pareció que estaban muertos. Todos los que nacieron después de terminado el árbol son ramas que quedaron como muñones, gente que no cabe, que no tiene lugar en el árbol genealógico. Mi padre también está muerto, y los planos y la genealogía estaban al descubierto. Nadie tapaba con piedad con una manta los cadáveres que andaban por los rincones. Me daba pudor mirar todo aquello con tanta impunidad, las cosas que fueron de otro y ahora quién decidía qué se hacía con todo eso.
Al atardecer vino mi hermana con el marido y el hijo. Nos sentamos en un sillón del living y acercamos unas sillas. Las bergeres, mamá las había mandado al tapicero. Yo busqué un cenicero en las cajas que aún estaban abiertas. Los de la empresa se habían ido sin que me diera cuenta.
-Mirá los barcos, mami –le dije, para que se despidiera.
Mi madre no ve nada, está casi ciega. Todos miramos un solo barco grande en el horizonte. El mar y el cielo eran casi del mismo color y se reflejaban en algunas tablas del piso, las que conservaban algún brillo. También se continuaban en el espejo, un espejo antiguo enmarcado en madera labrada, que todavía colgaba en la pared.
No sabíamos qué decir. El marido de mi hermana habló de la jubilación.
-Ah –decíamos de vez en cuando, para que creyera que lo escuchábamos. No nos gusta ser descorteses, pero nos importunaba: queríamos despedirnos de la casa. Nosotras y los muebles.
En el suelo había una caja larga y angosta. El hijo de mi hermana sacó de ella una especie de metro de madera, unos hilos, unas pesas. Era un aparato rarísimo.
-¿Qué esto, abuela?
-Ah, eso es una cosa fantástica. Sirve para marcar los dobladillos sin ayuda.
Todos renunciamos a entender cómo funcionaba. No iba a caber todo eso en los placares del apartamento nuevo. Además, mi madre ya no cose, pero le tiene apego a las cosas que algún día compró para cuando fuera vieja y ahora que es vieja ni se acuerda que las tiene, o no las necesita, o no las usa.
Yo quería saber si mi hermana también sentía ese pudor de la casa desnuda y no me atrevía a preguntarle. Pero vi que en los ojos también se le reflejaban el mar y el cielo y de algún modo supe que estaba un poco triste. Prendí otro cigarrillo para ir hasta el arcón donde había dejado el cenicero y así mirarla desde el espejo. Parecía que ella también estuviera hasta cierto punto desnuda. Hasta cierto punto, como si se le transparentara la ropa después de haberse caído en una piscina y se le notaran las formas del alma, con un matiz algo sexual o pornográfico. Me llevé el cenicero y me dejé caer en el sillón.
Mamá me agarró la mano y me pregunté si me estaría viendo con las ropas mojadas pegadas al cuerpo. Le sonreí y me solté la mano. Me gusta que en la casa de mi madre se fume sin remordimientos. Soy la única que todavía fuma, pero a todos les sigue pareciendo natural y nadie se queja del humo. Además, qué importa el humo ahora, si mañana no va a quedar ya nada nuestro en esa casa. Daba como pena dejarla abandonada, como dejar en el cementerio a alguien que hasta ayer durmió a nuestro lado.
-¿Vamos? –dijo mi sobrino.
-Sí –contestó el marido de mi hermana, y agregó a modo de excusa: –Todavía tiene que estudiar y  tenemos que pasar por el supermercado.
Entonces les pedí que, de paso, me dejaran en mi casa. Miré, con un poco de disimulo, la desnudez de los muebles, de las paredes y del piso. El barco ya no estaba en el horizonte y el cielo estaba ahora algo más opaco que el mar.
Dejamos a mamá y nos fuimos yendo.

No hay comentarios: