miércoles, 20 de julio de 2011

Agonía

Sigo con lo negro, pero esta vez sin humor.


Antes de entrar de lleno en la inconciencia de la morfina, Elena tiene tiempo de arrepentirse de llevar con ella los secretos pequeños de su pequeña vida. Pequeña, no por corta —que bastante larga ha sido— sino por poco descollante, por ser igual a tantas y, sin embargo, y ella lo sabe, única. Es vagamente consciente de la compañía del marido y le da pena dejarlo, solo, viejo y desvalido. Qué será de él sin ella, cuando los días de la soledad se hacen eternos y no alcanzan las visitas esporádicas de unos hijos y unos nietos para los que la vida bulle con las ocupaciones cotidianas, las pobres alegrías, que a la hora de morir se ven tan fútiles. Cuánta energía gastamos en tonterías, qué poco nos preparamos para la vejez, que nos arrincona fuera de un mundo que ya no comprendemos y ha dejado de interesarnos. La vejez se le antoja a Elena la etapa más duradera, con los achaques cada vez más constantes, que se vuelven crónicos, con ese aislamiento en parte involuntario y en parte provocado, porque el desapego es un proceso, nos morimos de a poco. ¿Cuánto hace que se está muriendo? ¿Desde que la internaron? ¿Desde que el aire no le alcanza? ¿O desde los cuarenta, los sesenta, los ochenta?
Gustavo no sabrá ya nunca tantas cosas. No sabrá que la pasión se marchitó en París, hace casi sesenta años, durante la luna de miel y, sin embargo, ella aprendió a quererlo de otra forma porque sesenta años son demasiados para vivir con alguien sin quererlo, sólo por la promesa conyugal que Elena no hubiera sido nunca capaz de romper. Porque es católica y fue educada para ser una esposa fiel y atenta y una madre abnegada, y no sabría ser de otra manera.
Gustavo no comprendió, y no comprenderá ya más, lo que consideró un duelo excesivo cuando perdieron a Tito, el hijo mayor, que murió a los veinte años en un accidente de tránsito. Tal vez fue entonces cuando ella también empezó a morirse. Pasó muchos meses encerrada en el cuartito de costura, lloró todos los días y todas las horas, rezó para que Dios la ayudara a vivir, y en el fondo deseaba que la puerta se abriera y entraran a abrazarla los hijos o el marido. Después de la muerte de Tito ya no quiso tener sexo aunque ni siquiera había llegado el momento de la menopausia. De todas formas, después de los primeros tiempos, el sexo había sido sólo un deber cumplido. Gustavo no lo sabrá nunca. No sabrá tampoco que después del quinto hijo, y con la anuencia de su confesor, se puso un dispositivo intrauterino para acceder a sus requerimientos sin el pánico de engendrar otro hijo, porque ya no daba abasto con los cinco y él era insaciable y ella terminaba el día agotada después de lidiar con los niños, las maestras, los deberes, las cuentas, las compras, la casa, la empleada.
Y encima los mendigos que él adoptaba y después recaía sobre ella la tarea de ir a ver si aquel que Gustavo trajo a casa una noche ventosa de un invierno helado, tenía en la pensión una estufa decente para reponerse de la pulmonía. O si la nena que pedía limosna en el parque y él llevó a vacunar seguía yendo a la escuela a cambio de la asignación que negoció con la madre. Elena no dejaba de valorar la generosidad de Gustavo y lo secundaba, aunque muchas veces le parecía una desmesura.
No lo secundó, en cambio, cuando se trajo de Buenos Aires al primo Alfonso, lo rescató de la pieza donde el cáncer lo carcomía y le contrató el geriátrico en Montevideo. Entonces ya tenían más de setenta, y ellos estaban sanos y vitales. Y Gustavo, jubilado, visitaba al primo enfermo y se hizo amigo de los otros viejos que jugaban al truco en la casa de salud y casi se enamoró de la vieja loca que tocaba a Mozart en el piano, tocaba a Mozart pero no hablaba. Él le hacía los cuentos y Elena sentía el reproche, él no podría entender por qué ella no lo acompañaba, como no lo acompañó poco después, cuando Alfonso estaba ya en el hospital y él iba a darle el almuerzo todos los días y le horrorizaba que todo dependiera del acompañante. Nunca había entrado en un hospital público y contaba, azorado, que las cucarachas se le subían a la cama.
Alfonso, el primo bohemio, el que emigró de joven a Buenos Aires y se dio a la mala vida y a los bares del bajo, Alfonso el del arrabal porteño, el cantor de tangos, que alcanzó a grabar un disco en un tiempo lejano. Qué poco le duró la miel del éxito, qué tanguera le resultó la vida. Y Gustavo podrá recriminarle que no lo haya acompañado en esa cruzada con el primo Alfonso, a quien no veían desde los años en que vivieron en Buenos Aires y el modo de vida de cada uno se dio de frente contra el otro. Era imperdonable que aquel loco simpático, cada vez más loco que simpático, se emborrachara los domingos en la mesa de sus hijos adolescentes.
Sin embargo, Elena tuvo sus razones, aunque Gustavo contara una y otra vez la infancia compartida: Alfonso y él en aquel picnic familiar en la laguna de Rocha, cuando se separaron del pelotón y cruzaron la barra, cuando la barra se abrió y no pudieron volver y la oscuridad cayó sobre la vegetación rala de los arenales y el frío del mar les envolvió los cuerpos menudos y las almas temblorosas de miedo. La noche a solas, mirando los haces de luz de las linternas que los buscaban del otro lado, del lado de La Paloma. Recién al otro día los encontraron, dormidos al sol. Ella sabe que esas cosas no se olvidan, aunque los caminos se separen, y por eso el intento del reencuentro en Buenos Aires, cuando el trecho recorrido por senderos divergentes era ya demasiado largo y entonces, el intento, demasiado tarde.
Y se quedará Gustavo sin saber que ella tuvo otro amor, y menos sabrá cuánto le costó resistir la tentación de serle infiel, que aquel hombre la miraba como nadie la había mirado antes y decía cosas que el marido nunca dijo y que Elena jamás se atrevería a repetir, que ha intentado olvidar porque se avergüenza de haberlas escuchado y que, sin embargo, en ese momento, le hicieron arder la sangre y despertaron impulsos que creía muertos, aunque sólo estuvieran adormilados por la rutina y la pena. Todavía era joven. No sabrá Gustavo que tuvo que apelar a todas sus fuerzas para cumplir la promesa conyugal, y que entonces pensó que tal vez perdía la oportunidad de ser feliz. Y sin embargo no podía concebir la idea de dejarse arrastrar a un cuarto de hotel y volver de noche a la cama de Gustavo. No hacen eso las señoras, eso es de fulana, de cualquiera, de gente sin religión y sin moral. Ese hombre un día la abrazó y la llenó de besos, la atrajo contra su cuerpo y ella puedo reaccionar recién cuando le desabrochó la blusa y sintió las caricias lujuriosas de lo prohibido. Hasta entonces no fue consciente de que había respondido desde el principio al coqueteo, al halago del deseo que provoca deseo, porque estaba saliendo del duelo del hijo muerto y aquel juego le había devuelto el gusto por la vida, por una vida al borde del abismo.
No sabrá ya nunca Gustavo que gracias a Alfonso pudo volver a hacer el amor. Ahora Elena sabe que no hubiera sido feliz con Alfonso —¿qué vida le hubiera dado?—, como no lo fue del todo con Gustavo, porque no se es feliz con nadie. La felicidad no existe, la vitalidad de la juventud dura un suspiro y se pierde en la pendiente que se lleva los hijos, la sensualidad, la salud y las ganas de vivir. La vida es una prueba difícil de la que se libera. Ahora, en un rato, en tan poco rato.

1 comentario:

Pablo M. dijo...

¿Qué querés que te diga?
Este sí que salió negro...

Hallazgos del tipo "La vejez se le antoja a Elena la etapa más duradera"; final sorpresivo el de Elena y sus razones...
Pero estos cuentos son para quedarse quietitos y no decir nada.

Marche un "Me gusta" (y mucho) y ahí me planto.