En cuanto el Alba salió del puerto del Buceo,
el viento se llevó sombreros mal puestos, las mochilas y paquetes se movieron a
su antojo por el suelo de la lancha, y las olas que comenzaron a golpearnos por
estribor nos balancearon como el Rock and Samba del Parque
Rodó.
El primer pensamiento de los fanáticos de la fotografía es proteger la
cámara, de modo que algunos las metieron bajo las camperas impermeables y otros,
en las mochilas, que ajustamos entre las piernas para estabilizarlas. Al mismo
tiempo, los dieciséis pasajeros que caben en el Alba, dimos gritos donde se
mezclaban el miedo, la sorpresa y el júbilo: ¡Olé! Durante la hora y media que
duró la travesía a la Isla de Flores, se trenzaron en las conversaciones
cuentos de naufragios o accidentes, recuerdos de otros mareos, risas y
recomendaciones a unos cuantos que se sintieron realmente mal: no faltaron
náuseas y estómagos revueltos y mareos. Sin embargo, los que padecieron el mal
del mar lo soportaron con bastante estoicismo y sólo lo confesaron una vez que
llegamos. Madame Bovary habló sin parar, no porque se sintiera enferma sino
porque estaba aterrada, y Arlequín durmió plácidamente apoyado en el hombro de su
Colombina, pelirroja y jovencísima.
Yo estaba asombrada de mí misma. Si bien al
principio miré un punto fijo en el horizonte, me di cuenta enseguida de que el
mar y yo, viejos amigos, no podemos llevarnos mal. Iba sentada casi en la popa,
del lado en que el oleaje nos golpeaba, y sentía las subidas y bajadas con un
placer inmenso, como si algo atávico me llamase a la aventura y a la libertad
del viento y las olas, y me hubiese brotado de repente un alma de marino, de
aquellos que desde el principio de la historia han desafiado las aguas para
llegar a tierras y promesas que siempre están del otro lado.
Pasados los primeros momentos, muchos se
sintieron mejor. Batman sacó la cámara y varios lo imitamos. Cuando saqué el
brazo con que me agarraba de la baranda, por encima del hombro de Frodo, vi que
tenía la manga empapada, igual que la parte posterior de la campera y el
sombrero que me calcé bien firme para sujetarme el pelo. Hasta entonces había
participado del jolgorio general y conversado con Me and My Shadow, pretenciosa
como el nick anunciaba. Era la primera vez que los veía y eran tal como los
imaginaba: integradores, apasionados por la fotografía, solidarios, amables,
todos de esa forma casi imperceptible de los que se sienten un poco superiores
al resto del grupo. La única que de verdad no sabía nada de fotografía era yo,
que siempre en busca de algo inusual que me libere de la rutina, llegué a
Flickr por necesidad de guardar fotografías de trabajo y me encontré con esa
comunidad de locos que me resultó divertida y estimulante.
Recién saqué algunas fotos cuando nos acercamos
a la Isla y el capitán, a quien de inmediato alguien bautizó Sparrow, hizo
algunas maniobras para ofrecernos una buena perspectiva. Tengo dos tarjetas de
memoria, además de la interna de la cámara, que jamás me hicieron falta, pero
nunca se me ocurrió que la batería no aguantara más de cuatro horas de
actividad, hasta que en Jujuy se agotó después de tres tomas al llegar a
Salinas Grandes y aprendí que no tengo que desperdiciarla hasta que no pueda
comprarme una de repuesto.
Las nubes se habían adelgazado cuando
desembarcamos y la isla se veía bastante luminosa y excitante, a pesar de que
ya en el muelle nos pusimos todos a capturar gaviotas, sin imaginar que nos
terminaría aturdiendo el graznido incesante y aparecerían en todas las tomas
paisajísticas, como una verdadera peste. Esa noche, cuando miré las fotos,
descubrí que no tenía ni una toma de marco hacia el exterior sin que una o dos
o un millón de gaviotas se cruzaran por puertas o ventanas.
Los fotógrafos convivimos menos en la isla que
en la travesía. De los tres que seguimos al Capitán Sparrow en su función de
guía turístico, Cecilia y Casanova se aburrieron al poco rato y me quedé sola a
escuchar de boca del marino la historia de la Isla de Flores, lugar de
cuarentena de los barcos que llegaban a Montevideo en el siglo diecinueve, con
pabellones que a medida que avanzábamos hacia el Este se destinaban a enfermos
cada vez más graves, hasta la última construcción: el crematorio. Yo tenía una
vaga idea de lo que me contó Sparrow y sabía también que había sido cárcel
durante la dictadura de Terra, pero aprendí que albergó prisioneros de guerra
en el cuatro y, en la última dictadura, por un par de meses, unas decenas de
sindicalistas después de una huelga en la UTE. Lo más importante era el faro,
retacón y construido por los portugueses, imprescindible por la cercanía del
banco inglés, donde hay reportados más de ciento cincuenta naufragios.
Cuando dejé a Sparrow para dedicarme a sacar
fotos, los demás estaban desperdigados por todos lados, el cielo se había
cubierto otra vez de nubes de diferentes grises y azules, el viento aullaba y miles
de gaviotas sobrevolaban amenazantes. La isla tenía algo tenebroso.
Sin embargo, me distraje, fascinada por los
ocres y los rojos de las construcciones en ruinas y las enormes calderas y
desinfectorios cubiertos de óxido y guano. Los pichones peludos y grisáceos de
las gaviotas, los caracoles blancos con bordes violáceos y los nidos de huevos
manchados. El trípode se me rompió al sacarlo para capturar los conejos que se
me cruzaban todo el tiempo, así que me tiré al suelo y esperé con paciencia
hasta que me aburrí y desistí de lograr una buena captura. Puse la cámara en
macro y saqué algunas flores. No sé por qué la isla se llama así, porque no hay
muchas más flores que las de los yuyos rastreros, flores apreciadas por los que
hacemos fotografía macro porque suelen tener una compleja y asombrosa belleza.
Hice después texturas y finalmente fui al faro. Me detuvo un tero extraviado
que me dio un blanco y negro estupendo y me empezó a tintinear la luz de la
batería. La puta madre. Trepé por un muro derruido y robé un par de fotos de Me
and My Shadow concentrada en algo. Desde el faro, la vista de la isla era
desolada, el cielo clareó un poco y pude hacer tres o cuatro tomas antes de que
la cámara se apagara sin remedio. Bajé y descansé, mirando el paisaje con mis
propios ojos mientras fumaba un cigarrillo. Se había puesto frío.
Casi a las seis de la tarde nos reagrupamos en
el Alba para el picnic, y media hora después nos hicimos las fotos grupales en
el muelle y emprendimos el regreso. La vuelta fue mucho más calma y Sparrow nos
llevó a Las Pipas, un roquerío que alberga un centenar de lobos. Nos hicieron
un verdadero espectáculo y mis compañeros se hicieron una fiesta con ellos. Una
pareja de gigantescos leones marinos dormía sin inmutarse. Uno de ellos
entreabrió los ojos, nos miró, bostezó y volvió a dormirse. Y yo sin batería.
El resto del viaje conversé con Cecilia, una enfermera de cuarenta y pocos años
que me cayó muy bien.
Fue al entrar al puerto que nos dimos cuenta de
que faltaba Frodo.
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