martes, 13 de diciembre de 2011

El Alba (otro principio de cuento)


 En cuanto el Alba salió del puerto del Buceo, el viento se llevó sombreros mal puestos, las mochilas y paquetes se movieron a su antojo por el suelo de la lancha, y las olas que comenzaron a golpearnos por estribor nos balancearon como el Rock and Samba del Parque Rodó.
El primer pensamiento de los fanáticos de la fotografía es proteger la cámara, de modo que algunos las metieron bajo las camperas impermeables y otros, en las mochilas, que ajustamos entre las piernas para estabilizarlas. Al mismo tiempo, los dieciséis pasajeros que caben en el Alba, dimos gritos donde se mezclaban el miedo, la sorpresa y el júbilo: ¡Olé! Durante la hora y media que duró la travesía a la Isla de Flores, se trenzaron en las conversaciones cuentos de naufragios o accidentes, recuerdos de otros mareos, risas y recomendaciones a unos cuantos que se sintieron realmente mal: no faltaron náuseas y estómagos revueltos y mareos. Sin embargo, los que padecieron el mal del mar lo soportaron con bastante estoicismo y sólo lo confesaron una vez que llegamos. Madame Bovary habló sin parar, no porque se sintiera enferma sino porque estaba aterrada, y Arlequín durmió plácidamente apoyado en el hombro de su Colombina, pelirroja y jovencísima.
Yo estaba asombrada de mí misma. Si bien al principio miré un punto fijo en el horizonte, me di cuenta enseguida de que el mar y yo, viejos amigos, no podemos llevarnos mal. Iba sentada casi en la popa, del lado en que el oleaje nos golpeaba, y sentía las subidas y bajadas con un placer inmenso, como si algo atávico me llamase a la aventura y a la libertad del viento y las olas, y me hubiese brotado de repente un alma de marino, de aquellos que desde el principio de la historia han desafiado las aguas para llegar a tierras y promesas que siempre están del otro lado.
Pasados los primeros momentos, muchos se sintieron mejor. Batman sacó la cámara y varios lo imitamos. Cuando saqué el brazo con que me agarraba de la baranda, por encima del hombro de Frodo, vi que tenía la manga empapada, igual que la parte posterior de la campera y el sombrero que me calcé bien firme para sujetarme el pelo. Hasta entonces había participado del jolgorio general y conversado con Me and My Shadow, pretenciosa como el nick anunciaba. Era la primera vez que los veía y eran tal como los imaginaba: integradores, apasionados por la fotografía, solidarios, amables, todos de esa forma casi imperceptible de los que se sienten un poco superiores al resto del grupo. La única que de verdad no sabía nada de fotografía era yo, que siempre en busca de algo inusual que me libere de la rutina, llegué a Flickr por necesidad de guardar fotografías de trabajo y me encontré con esa comunidad de locos que me resultó divertida y estimulante.
Recién saqué algunas fotos cuando nos acercamos a la Isla y el capitán, a quien de inmediato alguien bautizó Sparrow, hizo algunas maniobras para ofrecernos una buena perspectiva. Tengo dos tarjetas de memoria, además de la interna de la cámara, que jamás me hicieron falta, pero nunca se me ocurrió que la batería no aguantara más de cuatro horas de actividad, hasta que en Jujuy se agotó después de tres tomas al llegar a Salinas Grandes y aprendí que no tengo que desperdiciarla hasta que no pueda comprarme una de repuesto.
Las nubes se habían adelgazado cuando desembarcamos y la isla se veía bastante luminosa y excitante, a pesar de que ya en el muelle nos pusimos todos a capturar gaviotas, sin imaginar que nos terminaría aturdiendo el graznido incesante y aparecerían en todas las tomas paisajísticas, como una verdadera peste. Esa noche, cuando miré las fotos, descubrí que no tenía ni una toma de marco hacia el exterior sin que una o dos o un millón de gaviotas se cruzaran por puertas o ventanas.
Los fotógrafos convivimos menos en la isla que en la travesía. De los tres que seguimos al Capitán Sparrow en su función de guía turístico, Cecilia y Casanova se aburrieron al poco rato y me quedé sola a escuchar de boca del marino la historia de la Isla de Flores, lugar de cuarentena de los barcos que llegaban a Montevideo en el siglo diecinueve, con pabellones que a medida que avanzábamos hacia el Este se destinaban a enfermos cada vez más graves, hasta la última construcción: el crematorio. Yo tenía una vaga idea de lo que me contó Sparrow y sabía también que había sido cárcel durante la dictadura de Terra, pero aprendí que albergó prisioneros de guerra en el cuatro y, en la última dictadura, por un par de meses, unas decenas de sindicalistas después de una huelga en la UTE. Lo más importante era el faro, retacón y construido por los portugueses, imprescindible por la cercanía del banco inglés, donde hay reportados más de ciento cincuenta naufragios.
Cuando dejé a Sparrow para dedicarme a sacar fotos, los demás estaban desperdigados por todos lados, el cielo se había cubierto otra vez de nubes de diferentes grises y azules, el viento aullaba y miles de gaviotas sobrevolaban amenazantes. La isla tenía algo tenebroso.
Sin embargo, me distraje, fascinada por los ocres y los rojos de las construcciones en ruinas y las enormes calderas y desinfectorios cubiertos de óxido y guano. Los pichones peludos y grisáceos de las gaviotas, los caracoles blancos con bordes violáceos y los nidos de huevos manchados. El trípode se me rompió al sacarlo para capturar los conejos que se me cruzaban todo el tiempo, así que me tiré al suelo y esperé con paciencia hasta que me aburrí y desistí de lograr una buena captura. Puse la cámara en macro y saqué algunas flores. No sé por qué la isla se llama así, porque no hay muchas más flores que las de los yuyos rastreros, flores apreciadas por los que hacemos fotografía macro porque suelen tener una compleja y asombrosa belleza. Hice después texturas y finalmente fui al faro. Me detuvo un tero extraviado que me dio un blanco y negro estupendo y me empezó a tintinear la luz de la batería. La puta madre. Trepé por un muro derruido y robé un par de fotos de Me and My Shadow concentrada en algo. Desde el faro, la vista de la isla era desolada, el cielo clareó un poco y pude hacer tres o cuatro tomas antes de que la cámara se apagara sin remedio. Bajé y descansé, mirando el paisaje con mis propios ojos mientras fumaba un cigarrillo. Se había puesto frío.
Casi a las seis de la tarde nos reagrupamos en el Alba para el picnic, y media hora después nos hicimos las fotos grupales en el muelle y emprendimos el regreso. La vuelta fue mucho más calma y Sparrow nos llevó a Las Pipas, un roquerío que alberga un centenar de lobos. Nos hicieron un verdadero espectáculo y mis compañeros se hicieron una fiesta con ellos. Una pareja de gigantescos leones marinos dormía sin inmutarse. Uno de ellos entreabrió los ojos, nos miró, bostezó y volvió a dormirse. Y yo sin batería. El resto del viaje conversé con Cecilia, una enfermera de cuarenta y pocos años que me cayó muy bien.
Fue al entrar al puerto que nos dimos cuenta de que faltaba Frodo.

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