—Aquí Víctor —como siempre, la voz suena
cariñosa al otro lado del teléfono.
—Víctor… ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo llegaste?
—Llegué hoy.
Me desconcierto. El ritual se cumple desde hace
tantos años, debió haber dicho “llegué ayer”, y no se rompen por que sí los rituales,
alguna razón debe de haber. Le pregunto cómo está la madre, me dice que está
bien. Entonces sigo lo establecido por años de amistad:
—¿Cuándo venís?
—¿Hoy van a estar?
Y entonces, por algo que aún no sé, pero que
sabré esta noche, Víctor viene a casa no al día siguiente de haber llegado sino
el mismo día. Me implica apurarme con la cena, él tiene horarios casi nórdicos.
A las 8 en punto suena el timbre y yo apenas empecé con la tortilla de papas. Víctor
tiene colesterol, pero es sábado: los domingos hago feria, los sábados no queda
mucho para elegir y a él le encanta comer y salirse de las dietas, a pesar de
que ya tuvo un infarto.
Los abrazos son cálidos, aunque hace menos de
dos meses de la última visita. Sigue gordo, tiene cara de cansado. Le trae a Bernardo
un whisky especial, sabe que este mes cumple años. A Bernardo le vendría mejor
un pantalón, un suéter, pienso yo. El 100 Pipers se lo compra igual, para qué
quiere un doce años.
—Sí, fue un viaje imprevisto. Anduve quince
días por Brasil y resolví tomarme unas vacaciones. Fue agotador. Física y
emocionalmente agotador.
Víctor es observador honorario para las
Naciones Unidas, se especializa en cárceles y tortura, o algo así. Además
preside una ONG, ahora no me acuerdo cuál, una importante, la de los juristas.
Vive en Ginebra, pero viaja todo el tiempo, gana un montón de plata y le
encanta lo que hace. Al principio le daba miedo el avión y lo fue superando. No
le daba miedo ir a la frontera de Pakistán y Afganistán, o a las cárceles de
Kenia, ni lidiar con los paramilitares y la guerrilla colombiana. Me daba
ternura que lo asustara el avión. Siempre viene con cuentos interesantes, con
cosas de las que uno no tiene la menor idea.
—No creo que los calabozos de la edad media
fueran peores que lo que vi en Río —dice—. Imaginate un corredor en un segundo
subsuelo, con rejas a los dos lados. Cuando entrás todos sacan las manos para
afuera, como en las películas, eso siempre lo hacen. Las celdas no son más
grandes que este living, en una viven treinta y siete personas y no tienen luz.
Se turnan para dormir y los demás tienen que quedarse parados. De esa por lo
menos saqué a un tipo. Pero tengo una crisis vocacional, no sé si todavía puedo
aguantar esto, me afecta demasiado. De noche, cuando llegaba al hotel, lloraba
como un niño.
—Estás viejo, Víctor. No puede ser peor que lo
que contaste hace un tiempo de Guatemala —dice Bernardo.
—Te aseguro que aquello no era nada. Nunca vi
un hacinamiento igual.
—¿Cómo que no tienen luz?
—No, están a oscuras. El guardia de seguridad
llevaba una lámpara, yo apenas veía.
Cuenta que el fondo de la celda hay un pozo
para las necesidades de los presos, que tapan para que no salgan las ratas,
pero el olor es insoportable. Y una ducha, que a veces funciona y a veces no.
Un calor inaguantable, los mosquitos zumban sin parar, y la gente: famélica,
con los ojos encandilados por la luz débil que lleva el guardia.
—Uno se puso insistente. El inspector nos había
recibido mal, no quería que entráramos, pero tiene la obligación de dejarnos
pasar. Nos dividimos para inspeccionar las distintas alas, a mí me tocó esa, la
del Comando Bermelho. Tres mil tipos hay ahí. Yo había negociado con el
inspector que no entrábamos a las celdas. A ellos les complica, es demasiado
peligroso, les tienen miedo. Pero este tipo insistió: “Tengo un hombre que se
está muriendo, necesita asistencia, no lo puedo traer hasta aquí porque si lo
muevo se me muere. Ese hombre es mío. Tiene que entrar”.
—¿Y no te asustaba?
—Claro que sí, me temblaban las patas. Negocié
con él.
—¿Y le entendías bien?
—Más o menos. Fue todo con intérprete. En estas
misiones no podés perderte ni una palabra, así que no te la jugás a entender
portugués. Lo encaré con franqueza: “¿Y qué garantías tengo de que ustedes no
me agarran de rehén?”. “Mi palabra”, dijo; no podía ofrecerme más, pero la
palabra es importante para ellos.
—¿Así que entraste?
—Sí. Él los hizo ordenarse de a tres o cuatro
filas para que pudiéramos pasar. Vi la gente durmiendo, todos con la cara
tapada, por los mosquitos. En un rincón estaba el tipo. Tenía un vendaje en la
cabeza, todo mugriento, era un asco. Y en la garganta, un agujero lleno de
coágulos. Un espanto. Hacía unos ruidos que no puedo explicarte para respirar. Pensé
que era verdad, se estaba muriendo.
Víctor suspira, come una aceituna y toma un
trago del doce años.
—¿Y qué hiciste?
—Tenemos radios. Llamé a la médica nuestra que
estaba en otra ala. Cuando llegó, dijo que al tipo le habían hecho una
traqueotomía y se le había caído la venda de protección. Quién sabe qué tenía
debajo de la venda de la cabeza. Vino la ambulancia y se lo llevó al hospital.
¿Te das cuenta? Al tipo lo habían sacado del hospital mucho antes de lo que
debían y lo habían tirado ahí. Después el jefe de la celda me pidió que
volviera a verlo, que él podía tener problemas porque me había hecho entrar. Le
prometí volver al día siguiente. El inspector de la cárcel estaba furioso, me
dijo de todo. No quería la ambulancia, no quería dejar salir al enfermo, decía
que era un tipo peligroso. Imaginate, no podía ni respirar. ¿Cómo va a ser
peligroso?, le dije.
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