viernes, 18 de septiembre de 2009

El cielo

Ejercicio desde el extrañamiento:
Puedo despegarme de esa especie de magma incorpóreo del que formo parte y donde no tengo más conciencia que de la plenitud.
Salgo sólo para comprobar que puedo conservar la individualidad. Tanta resistencia a la luz y el pasaje no era más que un instante. Tanto miedo a cruzar esa puerta en el techo, tanto gritar que la cerraran, que la taparan con la almohada. Y era la puerta a este estado nuevo de estar muerto: sólo dicha y cierta curiosidad por este ser que ahora soy, apenas una densidad imperceptible de la nada donde se aloja un pensamiento.
Pruebo el movimiento. No funciona: estoy donde quiero estar, aquí y allá y en todos los tiempos, soy ubicuo, atemporal. Estoy con mis hijos en el momento en que eligen el ataúd, se ríen del hombre de la funeraria y discuten los precios. Estoy con Carmen y la versión corporizada de mí mismo en 1949 en París. También ocurre que lloran mi mujer y mis hijos después de haberme enterrado y el cuerpo helado espera solitario que lleguen los gusanos. Lloran como también ese que fui llora la muerte de su padre en este momento, cuarenta años antes de mi muerte, al mismo tiempo que estoy en compañía de una forma muerta de mi padre y de mi padre vivo en 1935.
Debo aprender a ser un muerto, porque confieso que tanto espacio y tiempo me sumen en un vértigo que asusta y vuelvo al magma en que no pienso ni siento ni recuerdo y sólo experimento o celebro o disfruto algo indefiniblemente bueno, intraducible, inexpresable.

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