jueves, 19 de noviembre de 2009

Flores y Ortigas

La última consigna del taller de escritura fue elegir un pecado capital y escribir un relato con ese tema. Yo hice dos textos: uno sobre el pecado en general -que es el que publico aquí con el título de Flores y Ortigas- y un relato erótico. Nunca había escrito un relato erótico, quedó bueno y por eso me lo reservo.


          Octubre era el mes de María. Las monjas repartían libretitas donde las niñas dibujaban flores y ortigas, el debe y el haber de los pecados y los sacrificios ofrecidos a la Virgen. Cada noche, Rosa se transformaba en contable, trazaba raya y cerraba el balance.
          Pronto descubrió que las demás niñas llevaban una contabilidad en negro: adornaban a gusto las libretas con rosas y margaritas de colores y agregaban algún cactus para cumplir el mandato de lo verosímil, pagar un impuesto mínimo y quedar libres de fiscalizaciones peligrosas.
          Rosa era fatalmente consciente de la mirada sin fisuras de Dios. Él estaba al tanto de las veces en que ella obedecía sus designios y las otras en que la asaltaban pensamientos prohibidos o pasiones deleznables, como envidiar en secreto la caja de lápices Steadler que le habían traído a Sara de Europa. La mirada temida estaba fija sobre Rosa cuando rompía un vaso en la cocina, metía una cuchara furtiva en la mousse de chocolate reservada para el postre o empujaba a sus hermanos menores defendiendo a capa y espada los cuadernos forrados de impecable papel azul. De modo que era incapaz de inventar flores: dibujaba sólo las merecidas y se aplicaba con especial minucia en los cactos llenos de espinas de los pecados cometidos. No era posible escapar de la vigilancia de Dios.
          Dios se le figuraba como en las ilustraciones de los libros de historia sagrada para niños que había en la casa. En una de ellas, Dios emergía amenazante detrás de una nube mientras Noé supervisaba la subida al Arca de las parejas de animales. Esa ilustración hipnotizaba a Rosa por la gracia de los animales, pero también por el gesto justiciero de Noé, que impedía el acceso al barco salvador de una mujer pecadora cargada de niños. Rosa alcanzaba a comprender que la mujer no tuviera derecho a salvarse del diluvio universal, pero la visión de los hijos que morirían con ella le producía una comezón en la boca del estómago. No imaginaba qué horribles pecados habrían cometido esos niños tan pequeños, uno de ellos en los brazos de la madre y otros dos con expresión aterrada, aferrados a la túnica harapienta.
          Por suerte para Rosa, a medida que crecía se distraía cada vez con más frecuencia del acecho de Dios o tal vez fuera Dios quien se distrajera y olvidara mirarla. Descubrió que podía pecar sin que nadie se enterara y sin que un rayo la delatara, descargándose sobre ella desde un cielo súbitamente cubierto de negras nubes de tormenta. Y el día en que tuviera que someterse a una auditoría y abrir ante el portón de San Pedro los libros contables de flores y de cactos parecía cada vez más lejano como para preocuparse.
          Poco a poco fue el mismo Dios, no sólo su mirada implacable, quien empezó a desdibujarse hasta convertirse en un concepto de dudosa existencia. Tal vez sólo fuera una vieja ilustración en un libro de la infancia.
          ¿Y los pecados? ¡Ah! De los pecados es más difícil desembarazarse. Los presos de la prisión de Foucault cumplían celosamente sus obligaciones aún cuando ya no sabían si el vigilante estaba o no en el panóptico. Por si acaso o por costumbre. La religión es para Rosa una vieja herida que le cruza la cara y esconder la cicatriz ante el espejo es una tarea tan ardua que le lleva la vida entera.

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