martes, 24 de noviembre de 2009

Ya no queda nadie

Este relato que escribí casi seguramente en 2001, resultó finalista en el XV Premio Ana María Matute de narrativa de mujeres en 2003. En la entrada anterior explico cómo llegó al taller de escritura.

Sí, acepto, acaba de decir Matilde, con su voz de niña y una inflexión firme, las dos caras de Matilde, por un lado tan segura de sí misma, por otro tan tímida, tan tierna, tan adolescente todavía. Gustavo llora a mi lado y también lloran los padres de Martín y algunos invitados. Y yo quisiera poder estar aquí, pensar en ellos, en que se irán tan lejos, en que están felices, en que esto es lo que quieren, preguntarme si volverán, si les irá bien allí, contestarme que sí, que sí a las dos cosas, pensar y pensar en ellos, sólo en ellos, que son los agasajados, los que se están casando, los novios. Y sentirme orgullosa de mi hija, que es la novia más linda que he visto, y emocionada por este instante, que se supone solemne, trascendente, crucial en la vida de cualquiera. Pero no, nada de eso. No puedo concentrarme, miro los zapatos de esta funcionaria del registro civil que les tocó en suerte y calculo cuánto le costaron y si le pagarán algún extra para que se vista de manera adecuada en los casamientos.
Ahora Matilde y Martín se besan y los invitados los aplauden, las risas y las ovaciones sustituyen al silencio cargado de emoción y hasta de angustia -pude palparla- de hace un momento y todos quieren acercarse a saludar a los novios, se empujan, se amontonan. Yo también me veo envuelta en este torbellino de gente que me abraza y me besa y no reconozco ninguna cara, no recuerdo ningún nombre, no sé por qué me felicitan. Me arrepiento de todo, quisiera que todos estos títeres vestidos de fiesta desaparecieran de golpe, quisiera que no hubiera venido nadie, quisiera que estuviéramos en casa, en familia, sentados a la mesa del comedor, vestidos como una noche cualquiera, comiendo pizza frente a un estúpido programa de televisión. Y aquí estoy, sin embargo, embutida en este elegante vestido nuevo, preocupada de que los mozos lleguen a todos los rincones de esta casa de fiestas. Muchos comentan qué lindo lugar y todos estamos con una copa en la mano.
Hay un revuelo, ahora, porque suenan ya las primeras notas del vals y como un rebaño guiado por un pastor invisible nos dirigimos, mansos, al salón, que parecía tan grande cuando vinimos a ver la casa y donde en este momento se apretuja la gente y sólo deja un círculo en el centro para que bailen los novios al compás del Danubio Azul, hasta que empieza todo ese protocolo que no entiendo, pero del cual soy, también, protagonista. Sé que casi todos los hombres de la fiesta bailarán conmigo después de bailar con Matilde, y me sonríen y me dicen algo que no oigo, no oigo porque hay música y murmullo de conversaciones y porque no atiendo, ni me importa. Cuando se acaban los hombres, me sacan a bailar mis amigas, porque en esta fiesta somos modernos y desprejuiciados y las mujeres también podemos bailar entre nosotras, y veo que los amigos de Gustavo no se han quedado atrás y también bailan con él, y los padres de Martín también bailan con sus familiares y amigos. Y me pregunto si habrán puesto las fuentes en las mesas ya que, en cuanto se acabe el vals, la gente se abalanzará sobre las carnes frías, los fiambres, los quesos, las ensaladas sofisticadas, así como se abalanzaron -y continúan haciéndolo- sobre las bandejas de los mozos que pasan con bebidas y canapés.
Por fin termina el vals, el discjockey ha puesto esta música latina que no me termina de resultar latina aunque la llamen cumbia, porque no es la cumbia que bailábamos de adolescentes en el Sudamérica, cuando nos aburríamos de los Bea-tles, antes de Joan Báez o Viglietti, antes de los Olimareños y de Zitarrosa, antes de que las reuniones políticas sustituyeran a los bailes y de que los juegos de seducción de la adolescencia se trasladaran al bar Sportman, frente a la universidad. Y me escapo, entonces, del salón, y veo que ya muchos invitados descubrieron que las fuentes con las entradas están dispuestas en las largas mesas rectangulares de los rincones y, armados de platos y cubiertos, se agolpan frente a ellas y, una vez servidos, se sientan en el sitio asignado a cada uno en las mesas redondas, cubiertas por blancos manteles almidonados.
Me propongo ver si alguno ha quedado mal ubicado, si en alguna mesa alguien está aislado y aburrido. Hace semanas que estamos armando y desarmando el rompecabezas de las mesas, con cuidado de que no queden juntos los ex maridos y las ex esposas, que no queden separados los amigos, que no quede una pareja del barrio en una mesa de amigos del exilio, un compañero de trabajo en una mesa de compañeros del club, un joven en una mesa de viejos, un viejo en una mesa de jóvenes, tratando de unir los pares, de reunir a los que pueden divertirse juntos, que las piezas encajen, que todos lo pasen bien: Matilde se casa, Matilde se va, que todos se diviertan. No hago nada de lo que me propuse. Descubro que mi cuñada, con su nuevo novio, se instaló en la misma mesa que mi amiga Esther y Esther la detesta porque también ella andaba detrás de ese tipo, el nuevo novio de mi cuñada. Me importa un pito, que se arreglen, que cada uno se divierta como pueda o que se pudran con sus necias mezquindades. Ya no queda nadie en la pista de baile, las mesas están a pleno, todos comen y toman y se levantan para volver a servirse y vuelven a sentarse y a comer y a conversar con sus vecinos. La fiesta funciona con orden, con precisión, como estaba previsto, toda esta gente que come y bebe a mi costa, a costa de nuestros ahorros, a costa del trabajo de Gustavo, de mi trabajo, se divierten a costa de mi hija, de su próxima ausencia. No puedo culpar a los invitados, esto es lo que ella quiso, quiso casarse, quiso irse, quiso una fiesta, quiso celebrar su deserción, este bajarse del barco porque hace agua, esta huida hacia los ricos del norte que le ofrecen mejores oportunidades de trabajo, una vida más cómoda y relajada, un futuro con más opciones.
Me odio por este odio que estoy sintiendo, no son ellos, los ricos del norte que se llevan a Matilde, en realidad es admirable que hayan hecho de sus países lugares donde la gente quiera vivir. Es éste el país que la expulsa, son los ricos del sur, son éstos los gobiernos que, uno tras otro, han hecho de esta ciudad una concentración de desesperados y desesperanzados, de decepcionados y deprimidos. ¿Quién iba a querer vivir aquí? Yo. Gustavo. Me miento. No vivimos aquí porque queramos, es que ya no hay opción, no tenemos edad para hacer el equipaje y empezar de nuevo, no tenemos ganas, no tenemos fuerza. Lo hicimos una vez. Igual que Matilde y Martín, nos fuimos. Pero no elegimos irnos, la alternativa era la tortura, la cárcel, quién sabe si la muerte. Me casé embarazada y, dos meses después, nos fueron a buscar a nuestro apartamento recién puesto. No estábamos. Rompieron la puerta, patearon los muebles, vaciaron los cajones, los roperos, la biblioteca. Se llevaron un libro sobre el cubismo que yo me había traído de la casa de mis padres. Ignorantes, brutos, salvajes. Matilde nació en Barcelona, y después Diego, y Nicolás. Maldita la hora en que nos nacionalizamos para asegurarnos la posibilidad de volver a España si las cosas, otra vez, se ponían difíciles aquí. Nunca pensamos que serían nuestros hijos los que sacarían provecho de su pasaporte de la comunidad europea.
Han arrasado con los platos fríos, el baile está en su apogeo. Matilde y Martín no paran de bailar rodeados de sus amigos. Me encanta este grupo, vienen juntos desde la secundaria, agregando parejas y compañeros de facultad. Forman un clan homogéneo, compacto. Algunos ya se fueron, otros los seguirán, en parte por la realidad del desempleo, la falta de perspectivas atractivas, y también porque todo es contagioso en los grupos. Los que se fueron mandan buenas noticias, consiguen trabajos en donde ganan lo suficiente para alquilar y para divertirse. No hay arraigo en esta generación, tampoco sueños colectivos o falsas utopías. Son realistas, eclécticos, pragmáticos. Quieren disfrutar de la vida. Y disfrutan esta noche, con ayuda del alcohol y la música atronadora, cantan, saltan sin descanso, de aquí para allá, de allí para acá, más parecen la barra brava de un equipo de fútbol que los invitados a una fiesta tan formal. O quizás ejecutan sin saberlo un ritual primitivo, una danza guerrera. Se empujan unos a otros, son bastante feroces. Igualmente me gustan, se divierten, y de eso se trata. Bailo yo también con mis amigos, con Gustavo, aunque los jóvenes nos avasallan, nos quitan el espacio, jugamos un poco a bailar como ellos, saltamos, empujamos, pero nos aburrimos pronto, o nos cansamos, o nos asusta caer despatarrados y hay vidrios rotos en el suelo. Por un instante estuve presente, me sentí atrapada por el espíritu festivo que me rodea, pero me preocupan los vidrios, tengo que encontrar a Carmen, la organizadora de la fiesta, para que los haga limpiar.
El discjockey anuncia que se servirá el plato caliente y cambia la música, no sin antes decir algunas cursiladas sobre el amor y sobre Matilde y Martín. Ahora suena una canción melódica, unos pocos la siguen abrazados sobre la pista, la mayoría busca su sitio mientras los mozos circulan con bandejas de platos de una comida cuyo nombre no recuerdo. Los invitados compiten por recibir su plato como si no fuera a alcanzar para todos. Sé que me esperan en la mesa principal y antes busco a Carmen, le digo que aproveche para quitar los vidrios. Me dice que cargará en la cuenta las copas rotas y le contesto de mala manera que por supuesto, que ponga en la cuenta todo lo que quiera pero que la hago responsable si alguien se corta. Es una imbécil, una ordinaria, me arrepiento de esta fiesta que nada festeja y me arrepiento de haberla hecho en este lugar donde Carmen es dueña y señora.
Matilde está un poco pasada de copas, se ríe mucho y mueve la cabeza para ver cómo se agitan los rizos que le han hecho en la peluquería. Parece una princesa de un cuento, eso dijo Esther y su vecina se rió: las princesas de los cuentos no muestran tanto el escote. Una tía de Gustavo me preguntó por qué Matilde no estaba vestida de novia. Le expliqué que hace un año que vive con Martín y que, de todos modos, éste no es un casamiento religioso. En realidad, le dije una estupidez, porque yo misma quise que se vistiera de blanco, al principio. Le decía: en un casamiento la novia es la estrella, tiene que estar siempre visible, cualquiera que te busque con la mirada te encontrará por el blanco del vestido, que es exclusivo de la novia. Pero ella es más respetuosa que yo de unas tradiciones que no sigue. Que no es su estilo, que el blanco es para las que se casan ya no vírgenes porque eso ya no existe, pero al menos sin haber convivido o, en todo caso, para un casamiento por la iglesia. No para ella que además ha preferido siempre pasar inadvertida. No lo has logrado, le dije, la gente se da vuelta a mirarte. Gustavo la apoyó y yo cedí enseguida, porque al fin y al cabo yo me casé con un traje de chaqueta y eran Matilde y Martín los que le daban a la fiesta el toque convencional que se fue apoderando de todos los detalles sin que nos diéramos cuenta. Lo único que quedó fuera de las tradiciones fue el vestido. Fue a comprarlo a Buenos Aires con una amiga y, cuando lo trajo, no pude menos que reconocer su buen gusto. ¿De dónde ha sacado esta niña mía esa capacidad de hacerlo todo como se debe? La miro mientras pruebo este plato que no sé cómo se llama: es un vestido sencillo, de satén gris perla, sin tirantes, que se ajusta al cuerpo hasta la cadera y más abajo se abre con un vuelo discreto. Matilde no lleva nada en el cuello ni en los brazos, apenas las perlas de siempre en las orejas, esas orejas que pidió agujerear a los trece años porque yo me había negado a someterla, recién nacida, a la agresión de perforárselas. El mismo problema que tuvieron todas mis amigas con hijas mujeres, nos equivocamos cuando pensamos que viviríamos en una sociedad sin agujeros en las orejas, sin depilaciones, sin maquillaje. Quién lo diría, ahora organizamos, para nuestras hijas, fiestas de casamiento como las que nuestras madres tuvieron y nosotras rechazamos porque corrían los tiempos de cambiar el mundo.
Ahora corren los tiempos del sálvese quien pueda. Y está bien. No pudo ser, no pudo ser la salvación colectiva, todo aquello por lo que peleamos y en lo que creímos. Y estamos en un país gris, no gris perla, no con brillos ni tornasoles, no como el vestido de la novia. Un gris de lluvia invernal, de nubes plomizas, un gris que amenaza volverse más oscuro cada día. Matilde trabajaba bien y aún podría seguir trabajando. Sin embargo, con tantos meses –¿o son años?- de recesión, las ventas bajaban cada vez más y, con las ventas, sus comisiones. Y a Martín, que estaba a gusto y en lo suyo en una agencia de publicidad, lo despidieron de un día para otro. Les ofrecimos ayuda, pagarles el alquiler, lo que quisieran, pero no hubo caso: el despido de Martín fue la excusa que necesitaban. Querían irse, ni siquiera los estudios fueron motivo suficiente para postergar el viaje. Más que un viaje, una huida precipitada. La salvación individual. O en pareja, qué más da.
Se quieren, no hay duda, en este preciso momento ella se sienta en sus rodillas, se miran con ternura, se besan, Matilde lo invita a bailar. Siga el baile, siga el baile, se oye la música a todo volumen, todo el mundo se levanta para volver a bailar, y el baile sigue, sigue la fiesta. Hablo con gente, deambulo por las mesas e interpreto mi papel de madre de la novia, soy la anfitriona y cumplo con mi obliga-ción. Algunos invitados parecen alentarme, les va a ir bien, dicen, allí la vida es más fácil. Pretenden levantarme el ánimo y, sin embargo, yo me he mantenido siempre entera, no les he dado el gusto de verme deshecha, a todos les doy la razón: les va a ir bien, allí la vida es más fácil. Gustavo, en cambio, nunca ocultó sus sentimientos, ha llorado tanto, no puede acostumbrarse a la idea de vivir sin Matilde. Diego y Nicolás nunca podrán llenar el vacío que ella deja, que ya dejó cuando se fue a vivir con Martín, pero que no se sentía tanto porque estaba cerca, porque hablábamos por teléfono todos los días, porque los domingos almorzaban en casa. Diego y Nicolás, por su parte, también la echarán de menos. Nicolás menos que Diego, pues es muy independiente, está muy poco en casa, tiene los días llenos de actividades. Nicolás no se irá nunca: como nosotros a su edad, cree que el mundo puede cambiar y a ello dedica muchas horas de su tiempo desde la universidad. Se equivoca, mas no seré yo quien se lo diga. Diego, en cambio, se iría si pudiera, si le diéramos el más leve impulso. Siempre admiró a Matilde y comparten los amigos. Diego arrastra los exámenes y cambia una y otra vez de carrera, de trabajo, de novia. Es un ser frágil, sensible, inteligente, pero sin una pizca de fortaleza vital. Pretende tenerlo todo sin sacrificar nada. O ya no pretende nada. No lo sé, este hijo mío es un enigma para mí, sólo sé que no es feliz y sufro por él.
Busco a Diego y lo encuentro bailando. Desaforadamente. El ambiente, de a ratos, se me antoja demasiado caldeado. Palpo una cuerda tensa, una carga emocional que no es la alegría natural de una fiesta, hay algo de bronca, de impotencia, de agresividad, en este modo de bailar. Esto no es baile, es catarsis, aquí hay códigos que me son ajenos, puedo percibir esa cultura juvenil que incorpora conductas de conciertos de rock, de tribunas de fútbol, de barras callejeras. Por eso no hay lugar para nosotros en este salón. No es el lugar físico lo que nos niegan, es un espacio generacional que no quieren compartir. He visto en otros casamientos este juego de muchachos: entre todos agarran al novio como si fuera una alfombra, lo balancean cada vez más alto, lo empujan hacia arriba, lo sueltan, lo sujetan, lo vuelven a lanzar al aire. Sí, lo he visto antes, pero hoy tengo miedo por Martín, tiene que atajarse con las manos para no estrellarse contra el techo del salón. Por fin se cansan de Martín, peor, porque ahora van por Matilde y ella vuela, envuelta en brillos gris perla, y todos se mueren de risa. Me voy del salón, no puedo resistirlo, mi mente se llena de imágenes de Matilde ensangrentada en el suelo.
Carmen me alcanza justo cuando me encuentro con Gustavo. Nos dice que los invitados han superado todas las previsiones, que el whisky se acaba y estamos apenas en la mitad de la fiesta y que está preocupada por los daños que puedan provocar los que ya están borrachos. Tengo ganas de mandarla a la mierda. Le digo que era su trabajo hacer bien las previsiones y que, además, no han servido las bebidas como debían, han llenado los vasos al principio con mucho whisky y poco hielo, cuando los invitados estaban todavía en ayunas. Carmen ha sido generosa con nuestras botellas, ahora echará mano de sus reservas, más caras que las cajas que hemos traído. Está haciendo su negocio y encima se queja de que la gente está borracha. Gustavo me mira con una de sus miradas fulminantes, para que me calle, él sabe que si sigo hablando no podré, porque no quiero, controlar mi enojo. Le da instrucciones para que sirvan en adelante con más hielo. Ya lo pagaremos, con las utilidades de la empresa de Gustavo, cada día más exiguas, con mi sueldo, que ha ido bajando con cada ajuste fiscal. El país gris. Por eso se van, tal vez por eso Matilde ha elegido vestirse de gris en su noche de reina, como un símbolo de aquello que dejará atrás. Y ahora está sumergida en el alma colorida del país adonde va, canta, salta, baila, alegre como si no fuera a dejarnos, feliz como si no significáramos nada para ella, ignorante de nuestra desdicha, nuestra añoranza, nuestro desaliento. ¿Cómo retenerla? No quiero ser injusta, sé que nos quiere, que va a echarnos de menos, que a veces, aun al lado de Martín, aun rodeada por los amigos que la esperan, va a sentirse sola, extraña, ajena a su entorno. Lo sé porque viví el exilio. Lo disfruté y lo sufrí. Es cierto que este mundo que estrena el nuevo milenio no es el mismo que hace veinticinco años y que no puedo comparar nuestra partida forzosa con esta partida voluntaria a un continente que ofrece a los jóvenes nada menos que vivir la vida con mayor plenitud. Sé que, aun queriéndonos, necesita desapegarse, desplegar alas, volar lejos, probar horizontes distintos. Gustavo y yo, en Barcelona, llegamos a sentirnos libres como nunca. Sudacas marginales y anónimos, no percibimos ese aspecto fascinante e inesperado del exilio hasta que se hizo presente, con todo su peso, en nuestra pequeña vida de inmigrantes. A pesar de que todas las semanas nos escribíamos largas cartas con nuestras familias, nos sentimos liberados de la presión de una sociedad pueblerina como la nuestra. Ellos se sentirán así, también, y la añoranza será más llevadera con el correo electrónico y las ventajas –que las hay- de la globalización.
Los postres lucen espléndidos en las mesas. Martín y Matilde han querido esta ceremonia de cortar la torta y las dos familias debemos someternos a una larga se-sión de fotografía junto a ellos: los padres del novio, los de la novia, los hermanos del novio, los de la novia, los primos, los tíos, los abuelos. No terminará nunca, me digo. Pero sí termina. Y mientras algunos esperan con paciencia su porción de pastel de bodas, otros se han lanzado ávidamente a las mesas de los postres, todos ellos con nombres extranjeros: cheese cake, after eight, lemon pie, mousse. Los mozos reparten a diestra y siniestra copas de champaña. Y ahora Matilde va a lanzar su ramo; las solteras se amontonan a sus espaldas y no son sólo jóvenes: hay muchas de mis amigas, las divorciadas, que pelean por un lugar de privilegio donde calculan que caerá el ramo. El ramo se lo lleva alguien del fondo que nadie conoce, Matilde ha lanzado con demasiada fuerza.
Y entonces la voz del discjockey invade otra vez el espacio de la música, habla de despedidas, de caminos a recorrer, de buenos deseos para la vida nueva en la lejanía, de una canción que ha preparado para la ocasión. Suenan ahora las guitarras de una sevillana y reconozco a los del Ginés: no te vayas todavía, no te vayas por favor, no te vayas todavía que hasta la guitarra mía llora cuando dice adiós. Y es el momento del llanto, teníamos este disco, cuando los discos eran de pasta, y nos encantaba. Desde que murió Daniel, un viejo amigo que se suicidó la noche antes de salir del penal, no pudimos volver a escuchar esa canción. Y ahora se mezclan, en la canción, el amigo ausente, cuando un amigo se va, con la hija ausente, cuando una hija se va. Algo me duele en el alma. La sevillana ha logrado lo que nadie, algo me duele en el alma, me duele como una derrota, como una pérdida, como una catástrofe, y una ventana se abre, una puerta, un boquete inmenso en el casco de un buque, y, por fin, hago agua. Hago agua sin contención, sin intentar detener las lágrimas, los espasmos, los gemidos del llanto. Lloramos todos, mientras las guitarras se apagan y vuelven el rock, la cumbia, el merengue. Los invitados, jóvenes y viejos, se secan las lágrimas, deshacen los abrazos, recomponen el gesto y otra vez la alegría y el baile. Me escondo en un rincón. Lo mío no es un nudo en la garganta, una lágrima insolente, una filtración en la bodega del barco: es un naufragio absoluto. No me doy cuenta cuando la gente empieza a despedirse, no me doy cuenta cuando sólo quedamos los más íntimos, no me doy cuenta cuando ya no queda nadie.

3 comentarios:

Jenofonte dijo...

Es bueno el cuento, no se como serían los demás finalistas, pero si este no ganó es porque no siempre ganan los mejores...
Un poco amargo sí, es increible como una fiesta que se supone debe ser todo alegría es capaz de despertar toda esa amargura, esa desazón, ese sentimiento de pérdida. ¿De eso se trata?, ¿de que cuando somos jóvenes es importante lo que ganamos, pero cuando nos hacemos mayores empieza a importar lo que perdemos?.
Saludos, Gloria.

Gloria Algorta dijo...

Jenofonte, ¡qué sorpresa y qué emoción! ¿Cómo me encontraste? Te escribiré un mensaje.
En respuesta a tu comentario:
Sí, cuando escribí el cuento en plena crisis de 2001, pretendí reflejar específicamente la desazón que la crisis producía y la amargura de ver las muchedumbres de jóvenes que emigraban. Después me di cuenta de que también están en el cuento la historia, las semejanzas y las diferencias de dos generaciones. Dos generaciones que emigraron en diferentes circunstancias y con características diferentes.
Tal vez el cuento se haya quedado un poco viejo. Tal vez no se entienda del todo tanta amargura si no es en un contexto de crisis. Montevideo en invierno tiende a la tristeza y aquella época fue aún más dura. Ahora es verano, sube el PBI, baja el desempleo y estamos en Carnaval. Aquella desesperanza colectiva se siente un poco lejana.
Gracias por tu comentario, sabés cuánto aprecio tus opiniones literarias. Un abrazo y va el mensaje prometido.

Alicia dijo...

Me he reencontrado con este cuento por segunda vez y, como la primera, el clima de la historia me parece estupendo. El desarrollo de la fiesta, la alegría y el festejo, oponiéndose al estado de ánimo de la protagonista en un juego paralelo me gusta mucho.